Ronda

Benalauría dedica un homenaje a Jesús Parra tras llevar ejerciendo 35 años como médico del pueblo

Se le ha puesto su nombre a este municipio del Valle del Genal

Jesús Parra fue objeto de un emotivo homenaje en la plaza del pueblo.

En el día de ayer los vecinos y vecinas de Benalauría realizaron un merecido, emotivo y sincero homenaje a don Jesús Parra Rojas, médico del pueblo durante 35 años. La plaza se llenó de personas que quisieron reconocer el trabajo, la cercanía, la profesionalidad y la humanidad del médico, y se organizó un acto en el que participaron familiares, amigos, vecinos y representantes públicos. Además, se dio el nombre de don Jesús Parra Rojas al consultorio médico de Benalauría, finalizando el acto con el aperitivo que todos los asistentes compartieron en la plaza.

En palabras de José Antonio Castillo Rodríguez, cronista de Benalauría: “Aunque de natural sencillo y nada proclive a los halagos, don Jesús merece, después de tantos años, un más que merecido homenaje. Su labor eficaz y callada, y su celo o el amor a su misión, son el fundamento de una carrera sin tacha en el difícil campo de la medicina. Siempre dispuesto al juramento que se le requiriera, nunca se cansó de atender al enfermo o herido en toda circunstancia y lugar, de curar hasta donde era posible, de anunciar la vida que viene y certificar la muerte del que se va, de consolar al afligido por la pérdida o al desesperado que no ya no aguanta más. Él lo consiguió con creces, desde la profundidad de su saber, desde su sonrisa siempre, y siempre es todos los días, y desde esa confianza que destilan sus manos, su actitud y su mirada.

Llegó desde su Málaga con Begoña, esa alcaldesa que supo y pudo concitar y encauzar las actitudes y afanes que vinieron a cambiar la fisonomía y las expectativas de este pueblo, y desde entonces no ha cesado de hacer su trabajo, día a día, guardia a guardia, visita a visita, con sus niños y sus niñas, con sus enfermos crónicos y ocasionales, con los que viven aquí y con los transeúntes, con sus viejitos, con sus embarazadas, con sus accidentados. Nunca le oí un reproche, ni una crítica dirigida a esa administración que tan mal los trata, nunca una queja por su excesivo trabajo y las dificultades, las distancias y la falta de medios para realizar su labor. Nunca. Por el contrario, la disponibilidad a diario, el consejo certero, la sabiduría expresada que emana de su experiencia en el mundo rural que él escogió, lejos de los grandes centros hospitalarios y las ciudades, y del oropel de las clínicas privadas con su fría funcionalidad que anuncia un pretendido bienestar, porque su vocación le impelía a restar el dolor a los más indefensos, a los que están más aislados, a los que son más pobres.

Siempre dispuesto, suele acudir al lugar donde más se le necesita, porque él sabe dónde están los que sufren y padecen, y lejos de atenerse a su estricto horario, se presta sin tiempo a paliar ese mal que ya no tiene cura, o ese sufrimiento familiar que no es posible aminorar si no es con esa visita que abre una puertecita a la esperanza porque, insisto, él lo hace posible desde el corazón y no desde la profesión.

Amigo de todos, sabe también echar ese buen rato que, más que nadie, necesitan los profesionales de la salud pública, resignados a convivir cada día con la enfermedad que no cesa, con la desesperanza que aparece de golpe, como un guantazo inmisericorde, o con la muerte que se anuncia. Hombres y mujeres esforzados, siempre en la orilla de lo más doloroso de la condición humana.

Algunas calamidades alcanzaron también a su familia, azotada por inclemencias inauditas, sobre todo la inesperada muerte de su hermana Ana, también profesional de la medicina, a quien se llevó en plenitud, cruel e inesperadamente, un viento extraño e implacable. Pude ver a Jesús en el funeral y comprobar que, aun desde la noble profundidad de sus ojos, tal vez se rebelaba contra tamaña injusticia, y sin embargo, sabedor de lo inexplicable de la vida y de la muerte, y atribuido de esa bondad que le caracteriza, en su cara triste y atribulada por aquella desgracia sin consuelo me pareció ver como esbozaba una tímida y resignada sonrisa.

Esa sonrisa de siempre no la ha perdido ni siquiera cuando, tras haber diagnosticado tanto, tras haber curado tanto, o tras haber visto tan de cerca la desgracia, esa sierpe inmisericorde que a todos nos acecha mordió de manera certera su hasta entonces salud de acero. Y ahora, con la sombra de un destino que él mejor que nadie se niega a venturar, ha colocado un puesto a la orilla de su propio dolor, con la determinación de alcanzar la victoria y recuperar la esperanza.

Amigo Jesús, todos estamos contigo en esa lucha, y desde el empeño o tal vez desde la fe, aunamos nuestros brazos y nuestras almas en ese esfuerzo titánico en el que ahora te debates, con la seguridad de que, pasado el huracán, una amplia sonrisa seguirá surcando tu rostro noble de hombre bueno, apacible y honrado”.


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