Opinión

Diario de Rodán / La casa grande (Fco Javier García)

Aparentemente la casa ocupaba el centro de una plaza señorial. Desde hacía años todos sabíamos que estaba cerrada a cal y canto. Solo era cuestión de tiempo que la casa grande fuera trasladada. Piedra a piedra sus estancias fueron instaladas lejos de la luz. La inmensa sombra sobre la que se cimentó, pareció blindarla. Sus grandes ventanales, que en otros tiempos mostraron luminosidad, permanecían ahora ocultos. Vista por ojos que no fueran apropiados, la casa aparentaba ejercer sus funciones con normalidad. A pesar de todo, cualquier oído avizor podía detectar en sus salones clausurados los clandestinos sonidos que operaban con nocturnidad.

La presunción sólo era un concepto elaborado entre los naranjos, que frente a ella se exponían a la luz del sol. Las piedras se degeneraron durante el traslado. Los nuevos inquilinos también fueron afectados por la corrupción de los materiales. Desde que sufrimos la plaga de cuervos, todas las cornisas y las fachadas quedaron impregnadas de un fétido olor a orín. Las micciones se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Desde la Fundación, las cornejas trasladaron sus nidos hasta los aleros de la casa grande. Allí encontraron el lugar apropiado donde reproducir la especie. A pesar del alejamiento de la nueva ubicación, nunca el distanciamiento fue menor.

La inocencia solo fue una expresión que quizás tuvo sentido antes de que la casa flotara en un nimbo sobre el abismo. En el principio, la plaza de armas irradiaba sobre todos los aposentos. El peristilado de su fachada fue imposible de transportar, y en su lugar, el críptico arqueado exterior con el que se intentó encubrir el recuerdo de la antigua mansión no evitó la convicción de que la casa grande había sido desvalijada. Una persistente niebla adherida durante décadas al exterior impidió el conocimiento real de su nueva dimensión.

La justicia no fue el reclamo deseado por una casa inexpugnable, en la que a puerta cerrada, las actividades iniciáticas nos parecían el único sentido de su existencia. De forma cíclica, los distintos inquilinos que habitaron la vivienda repetían en la oscuridad los mismos rituales. Llevada a cabo por ojos preservados de la luz, iniciada en operaciones que se practicaban lejos de los nefastos rayos solares, la actividad de la casa grande aparentaba ser la gran desconocida


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