Opinión

Fogones de antaño serranos (José Becerra)

Comamos y bebamos, que mañana moriremos” dice un versículo de la Biblia (Isaías XXII 13) en el que se le concede a la comida suma importancia para la subsistencia del hombre y, también, su apego a los sencillos goces terrenales. Pero la comida, con ser imprescindible no parece, la mayoría de las veces, algo llamativo. ¿Puede existir, sin embargo, algo más repetitivo y más sustancial para los humanos que el plato de comida de cada día? ¿Hay algo que entrelace con mayor exactitud y rigor las costumbres del ser pensante desde que abandonando su condición arborícola se prestara a hacer uso de sus miembros inferiores para en vez de trepar a las ramas, caminar por el suelo hasta llegar a la condición racional que hoy mostramos como atributos inseparables y de la que nos sentimos orgulloso?

Parece, pues, de rigor que comencemos por el contenido y la distribución de las ingestas en el pasado. Un pasado, sin embargo, que limitaremos a la memoria de las personas vivas, a la dieta de hace cuarenta o cincuenta años; o lo que lo mismo, a la relación de lo que comían quienes ahora cuentan entre cincuenta y ochenta años, puesto que los hábitos de comidas de los más jóvenes pertenecen al presente y sus costumbres alimenticias por la cercanía en el tiempo son de sobras conocidos por todos.

Hay que decir, sin embargo, que los cambios no se verificaron de la noche a la mañana, si bien se contemplan los años de los sesenta – apogeo del fenómeno emigratorio tanto interior como exterior, consolidación del final de la autarquía económica y política – cuando aquellos se mostraron más evidentes. No afecto, por otra parte, a todas las regiones o comarcas, dependiendo del grado de desarrollo y comunicaciones que éstas poseían. Las grandes localidades experimentaron las transformaciones económicas y sociales con mayor intensidad que los pequeños pueblos, entre los que se encontraban los de la Serranía de Ronda.

El tramo que se ha escogido para analizar los comportamientos alimenticios del pasado comprende un período, el de la posguerra, década de los 40, bien significativo por las hambrunas que en él se padecieron. En la Serranía, si alguien menciona “los años del hambre” sabe muy bien a los que se refiere, sin exigir mayores explicaciones. Es esto importante si se tiene en cuenta que la escasez de entonces marcó de manera indeleble a los serranos y condicionaron su actitud posterior ante los hábitos alimenticios, como luego veremos.

Hay que recalcar como preámbulo ineludible las diferencias que también en aquella época de hambre brutal se establecieron entre las clases sociales pudientes y las trabajadoras o menesterosas. ¿Cómo se comportaban unas y otras a la hora de sentarse a la mesa?, o, lo que es lo mismo: ¿Qué era lo subía a unas u otras mesas a la hora de la ingesta de cada día?

Aunque no pueda hablarse en la Serranía de élites, consideradas como grandes latifundistas, una clase social no demasiado frecuente en la época, como tampoco lo era la que agrupaba a la los propietarios industriales, ya que la industria era prácticamente inexistente, de haberlas las hubo. Poseían buena parte de las tierras del término municipal y dependían de ella los pocos asentamientos fabriles. El poder adquisitivo alto les permitía mantener una servidumbre, y entre ellas “amas”, extraída del campesinado, que eran las que se encargaban de las preparaciones culinarias que marcaban un fuerte deslinde con lo que habitualmente ingería el resto de la población.

Una anciana, que fue “moza”* ( sirvienta doméstica) en casa acomodada, nos relata las costumbres alimenticias de los “ricos” de entonces: ” Por la mañana tomaban café, pero café del bueno, de Gibraltar, con pan frito o tostá con aceite. No pocas veces tomaban chocolate caliente y yo tenía que llevárselo a la dueña a la cama”. Al almuerzo lo precedía siempre un vaso de buen vino, que luego se seguía degustando junto a la comida. Solía ser un cocido de garbanzos al que no le faltaba la carne de chivo, ni el tocino entreverado de carne, para la “pringá”* (sopear con pan), hábito éste que ha perdurado sin apenas modificación, tanto en las clases pudientes como en las económicamente débiles; éstas que hoy se lo pueden permitir, si bien recurriendo a la carne de pollo, más asequible. “ También se ponían potajes, a los que seguía un plato de carne, que podía ser de ternera, o chuletillas empanadas. Preparaba también pescado, que se compraba fuera, pero pescado del bueno como la aguja palá y el Y para el postre, frutas del tiempo”. La merienda consistía en café o chocolates y se acompañaban con dulces caseros o galletas. En la cena, las clases acomodadas se hacían servir sopas con el caldo del cocido del medio día, acompañadas también de carne y tocino. “ O se echaba manos de los huevos, en tortillas o pasados por agua y los postres eran a base de natilla o arroz con leche”.

Las carencias de verduras eran evidentes, ya porque las fincas propias no la suministraban o bien porque la costumbre no estaba asentada como había de ocurrir con posterioridad, pero no, desde luego, porque no pudieran permitirse el lujo de adquirirlas en mercados de la ciudad, por ejemplo, el de Ronda.


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