Opinión

El encanto de un patio florido (José Becerra Gómez)

Los veranos en los pueblos dela Serranía de Ronda, la mayor parte de sus días, son de un calor asfixiante. No así por las noches, que refrescan cuando desde las sierras circundantes se resbala un relente que alivia los derrengados cuerpos por los afanes cotidianos. En Benaoján, orillando al río, los niños teníamos la suerte de bajar hasta sus riberas a las que pillábamos cerca.
Solo había que bajar el Camino del Río y dejar atrás el Nacimiento, uno de sus afluentes, que en el invierno es bravucón a merced de las lluvias, pero que en el estío baja exangüe hasta abrazar el curso de las aguas del Guadiaro. La pandilla infantil nos regocijábamos en alguno de sus numerosos charcos. En el dela Molineta, a la altura de la vía férrea de la línea Bobadilla- Algeciras, por la escasa profundidad era el escogido para aprender a nadar.

Luego nos aventurábamos, a medidas que ganábamos edad e ímpetus, en el dela Barranca, rodeado de un roquedal calizo que nos servía de trampolín para realizar saltos imposibles. Al final, acabábamos en el Charco Azul, al pie de la efigie pétrea del Gato. Las aguas limpias y frías como cuchillos del afluente subterráneo que en espléndida cascada volcaba desde la cueva, nos acogían las más de las tardes que el calor nos empujaba afuera del caserío.

Si las calles del pueblo permanecían solitarias durante las horas candentes del día – en el secarral los hombres segaban el trigo, trillaban en las eras o regaban los huertos – se animaban extraordinariamente apenas el sol iniciaba su ocaso tras las agujas neblinosas del Conio, el cerro que servía de telón fondo, un testigo grandioso y eterno de vidas y haciendas. Más modestas y moldeadas a las hechuras de los hombros eran las alturas de los montes Zuque o de las sierras de Juan Diego.

A esa hora vespertina las casas vomitaban a sus ocupantes que buscaban el airecillo fresco y se arrellanaban en los escalones de las puertas a respirar el aire fresco y puro que lo mismo servía para aliviar la quemazón del día como para orear los chorizos y morcillas de un pueblo que desde decenios atrás se caracterizó por la fabricación de embutidos. Animados corrillos, hablando de los divino y lo humano ocupaban las calles. Al final de las chácharas distendidas había quien tiraba una manta al suelo y allí al sereno nocturno pasaba la noche.

En los veranos los emigrados del pueblo regresaban al hogar. Todavía no se había verificado la emigración masiva a Alemania, pero sí había sentado sus cartas de naturaleza la dirigida a Cataluña, al país vasco o a Marruecos. Mis tíos maternos emigraron a Tánger, por los años 50, cuando todavía acusaba el esplendor de una ciudad bajo el control internacional. En el 52 mis primas vinieron a pasar unas vacaciones en mi casa y su estancia me hizo olvidar la monotonía de los veranos anteriores. Más o menos con mi edad, para mí significaron una ruptura brusca con la monotonía del cada día.

Pienso que mi mentalidad todavía infantil las envolvía en un hálito de ese mundo fascinante del pueblo musulmán que sólo había llegado a entrever popr mis lectores de El Guerrero del Antifaz y en mi enciclopedia Álvarez, obligatoria en la escuela. Eso y mis primeras lecturas de tebeos que tenían como fondo las sempiternas luchas entre moros y cristianos, princesas cautivas y reyezuelos y héroes de uno y otro bando en lisa. Por esta razón, mis primas que ya eran tangerinas avivaban mi imaginación.

De mi casa en Benaoján decían mis primas que les recordaba a las viviendas morunas, cosa que no parecía extrañar a nadie porque el pueblo bebía de las fuentes de la arquitectura popular de ese pueblo. Así, los cuartos de la casona – entre ellos un fresco saladero – rodeaban un patio umbroso en donde mi madre daba rienda suelta a su afición favorita: las plantas. Rosales, petunias, jacintos, jazmines… Y sobresaliendo del sinfín de macetas, una airosa palmera que acentuaba aún más la estampa de patio andalusí. Los perfumes naturales de aquellas flores, mimosamente cuidadas por mi madre, la fragancia que despedían sus pétalos, entraban en mi mundo y en mi interior prevalecen después de tantos años.

Pero aquel verano del 52 no todo fueron claros, también hubo sombras. Benaoján padeció una de las tormentas más horrísona que se recuerdan: el pueblo entero fue arrollado y casi sepultado por el barro. La prensa nacional se hizo eco de la catástrofe; también lo hizo de un hecho milagroso: una gran piedra se desprendió de lo alto de las Cruces Blancas, la altura más significativa del municipio, sobrevoló el pueblo y vino alojarse en la planta baja de una vivienda, pero ¡oh milagro!, no ocasionó ninguna víctima.

Una cruda realidad de aquellos tiempos, empero, provocaron gran desazón en mí: perduraban las colas de famélicas familias que se acercaban por un plato de lentejas a las puertas de una casa pudiente como única solución a la hambruna. O las colectas que se hacían de puerta en puerta para costear la visita a un médico de Ronda de algún enfermo grave sin medios. Hechos éstos que recogen mis libros ´Crónica de una huida´ y ´Hablando de Ronda´ de reciente aparición.


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