Opinión

Vuelta a la lectura (José Becerra)

Con ocasión de la 42 Feria del Libro de Málaga, deambulando por el paseo al que se abren más de una treintena de casetas de las distintas editoriales y librerías de Málaga ( ya nadie podrá decir aquello tan socorrido antiguamente de “Málaga, la ciudad de las cien tabernas y una sola librería”), pienso sobre esa gratificante manera que el hombre, sin moverse de su sillón preferido ni salir de casa, puede adquirir conocimientos, distraerse, viajar por países ignotos, vivir las experiencias de otros con el solo gesto de abrir un libro. El lema anterior por fortuna no puede aplicarse a Ronda, donde siempre existieron varias librerías, entre ellas la HIspania que ahora cerró sus puertas y en cuyo escaparate de la calle La Bola, busqué siemre la última novedad editorial.

Cuántas veces hemos aplazado la lectura de un libro que se nos recomendó porque, atrapado en la vorágine del trabajo y los comportamientos sociales, no disponíamos – siempre fue la excusa esgrimida – del tiempo requerido. Hasta puede que hayamos leído las primeras páginas e incluso pensado después del primer intento que el libro que teníamos en la mano merecía ser leído hasta el final. Pero así quedó la cosa, en un intento, en un deseo de no contentarnos con las páginas del principio. El libro pasó de la mesilla de noche o de la mesa del trabajo a la estantería para allí quedar olvidado en espera de mejores tiempos. El libro, amigo paciente acostumbrado a nuestros desaires, engrosando la fila de otros volúmenes, igualmente pacientes y desairados.

Cuando nos jubilamos o nos jubilan tenemos que agarrarnos como náufrago a la tabla que impida hundirnos a las cosas que bien miradas nos brindan la posibilidad de permanecer despiertos y mantener la curiosidad intacta. Dicen los entendidos que una de las características negativas que son propias en el hombre que ya pasó de la edad madura para adentrarse en otra más propensa al declive es la falta de curiosidad. Es la ausencia de querer inquirir y conocer más por lo que nos tomarán y nos tomaremos por viejo. Abominemos de ella.

Hasta ahora, es decir hasta cuando desembocamos en los largos días de la jubilación – que no tienen por qué ser monótonos y aburridos – quizá leíamos para contradecir o refutar o para creer o dar por bueno algo, también para buscar materia de conversación o de discurso. Llegada es la hora de leer para considerar y ponderar sin más lo que se lee.

Aunque, como atinadamente apuntó Pío Baroja, el gran novelista vasco, “cuando se hace uno viejo le gusta más releer que leer”. Desempolvemos los viejos libros, volvamos a abrir sus páginas, dejémonos llevar por el milagro que en nuestros años juveniles nos transportó a otros mundos, ya fuesen estos reales o de ficción. ¿Quién no guarda en el desván o en sitio en el que se amontonan fotos y recuerdos una novela de Julio Verne? ¿Quién no leyó en sus años mozos a Emilio Salgari y se embelesó con alguna de sus novelaa de aventuras? Volvamos a Galdós, a “Clarín”, a Delibes; a Mark Twain, a Henry James, a Flaubert o Chéjov – seguro que algún título de estos autores cayeron en nuestras manos en alguna ocasión -, cuya preocupación por describir los aspectos reales de la vida hicieron mella en nuestro ánimo tiempo atrás.

Que los años, que nunca son tantos, no nos hagan apearnos de la necesidad de leer y sepamos establecer la diferencia que ya en los postreros años de su vida el ensayista y novelista inglés G. Chesterton señalaba cuando colocaba en distintos platos de la balanza a la persona ávida que pide leer un libro y la persona cansada que pide un libro para leer.

Tampoco se trata de estar leyendo todo el día. Podríamos hacerlo en esta edad en la que ya podemos decir que el tiempo nos pertenece por entero y lo administramos como nos venga en ganas. No. Lo que importa es adquirir, ahora que pocas cosas nos lo impiden, adquirir hábitos de lectura para que ésta sea lo más gratificante posible. La lectura debe ser reposada, nuca excesiva ni premiosa. “Hay que leer como las gallinas beben”, solía decir Tierno Galván. Hundir la mirada en el libro y levantar la cabeza de vez en vez para digerir lo que nos entra por los sentidos y que vemos impreso negro sobre blanco.


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