Opinión

Siempre es domingo a los sesenta y cinco (José Becerra Gómez)

Creo que es una de las preguntas que, entre otras que son ineludibles llegada esta edad, todos nos hacemos cuando nos confirman que nuestra solicitud de jubilación, de acuerdo con lo legislado y con la precisa documentación que en su día presentamos, ha sido aprobada y es ya una realidad. Pese ala crisis galopante que nos exacerba no hay que tener miedo a que este derecho social conseguido, que ya los mandamases políticos han afirmado que las prestaciones a jubilados y la educación serán intocables. Loado sea Dios. Con los papeles debajo del brazo nos asalta la inquietud y nos preguntamos, ahora qué. Nos asaltan dudas, se atropellan los temores. Pasamos de una actividad, en muchos casos, frenéticas a una total pasividad. Arrojamos lejos de sí el despertador, infame artilugio que nos zozobró durante décadas con su estridencia – desleal amigo al fin defenestrado -, llegaron los desayunos tranquilos – sin tostadas que con las prisas siempre se caían por el lado de la mantequilla, según la ley de Murphi, que es infalible, si no se achicharraban antes – y podemos sacar a pasear el perro al medio día sin tener que hacerlo con nocturnidad alevosía. Respiramos ahora y no resoplamos de fastidio. Pero nos asaltan inquietudes, quién lo diría semanas ha, cuando ya barruntábamos la dicha del momento.

Llega esta edad no debe asustarnos hablar de la muerte. Y no debe sobrecogernos como no debe hacerlo todo aquello que sea natural, que tiene que acontecer y que es ineludible. En civilizaciones antiguas orientales se celebra la muerte natural, aquella que viene a completar un ciclo humano de vida, como una manifestación de gozo, en cuanto tiene de liberación. ¿No es natural que al día siga la noche, a la tormenta el tiempo de bonanza, al verano esplendente la serenidad del otoño y enseguida la desolada apariencia del invierno? ¿Nos rebelamos por ello? ¿No lo admitimos como cíclico y como tal lo aceptamos ya con gozo, ya con pesadumbre, con indiferencia incluso? La muerte en la naturaleza humana es equiparable a la muerte de los demás seres vivientes del planeta, incluidos los vegetales. Revienta el capullo de una flor y luce lozana hasta que le llega el momento de marchitarse y fenecer. Ha cumplido su fin en el orden universal dispuesto y con sencillez pasa de un estado a otro.

Nuestra vida son los ríos que van a dar a la mar que es el morir, dijo Jorge Manrique allá por el siglo XV. ¿Quién podrá entorpecer su marcha por más obstáculos que se le impongan? Como las vías fluviales, nuestra estancia en el mundo de los vivos transcurre unas veces tumultuosa y otras con placidez. Unas veces igual que los ríos forma meandros como si no acabara de encontrar su cauce final y otras corre derechamente directa a la desembocadura. A los sesenta y cinco es hora de que las aguas de nuestro río personal se remansen. Bastantes escollos hemos tenido que soslayar en el transcurso de los años. Y estamos obligados a pensar en la muerte sin la inútil rebeldía ni la baladí oposición.

Tal vez el mejor consejo que se deba dar al respecto es comportarse en los años que nos quedan de existencia negando su realidad. La realidad de las cosas obedece a lo irrefutable de lo tangible. Esta o aquella cosa es real porque coincide con mi vivir, no es ajena a mi experiencia.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Te pedimos la "MÁXIMA" corrección y respeto en tus opiniones para con los demás

*