Opinión

A mon frère Arenas (Ángel Azábal)

Comprendo que resulte difícil valorar el progreso de Andalucía cuando faltan los referentes de la memoria. Sin embargo, no tema usted, don Javier, que no seré yo quien eleve un salmo triunfalista: nada más lejos de las pocas convicciones que me quedan. Aunque por diferentes razones, también servidor entiende que se pudo hacer más, y por más que lo que se hizo no fue poco.

Recuerdo mi segundo año de maestro, cuando terminé en un poblado de colonización de los varios que humanizan las vastas llanuras de la Marisma. San Leandro: una pedanía de Las Cabezas de San Juan. Desde el primer día me sentí absorbido por aquellas llanadas interminables donde señoreaban algodón y trigo sorgo, arroz, maíz y la hermana remolacha, y todo ello surcado por una red de canales infinitos. Aquellos paisajes, hasta entonces desconocidos para mí, suponían tanta belleza, atesoraban tal gama de colores y de olores y sensaciones, que más que un maestro prisionero en su aldea, me sentía un privilegiado al que la suerte había puesto en el lugar más hermoso del mundo.

Desde el primer día, me amarré a aquellas gentes llegadas de los más distantes puntos de Andalucía, para cultivar unas tierras ganadas a la mar a fuerza de diques y aliviaderos. Gentes a las que las historias familiares habían hecho rojas, muy rojas. Pobres gentes, dicho sea con el mayor de los respetos, que se afanaban en extraer de los barros marismeños el sustento de sus numerosas familias. Estaba tan reciente todo, que no resultaba raro encontrarse con manaderos salinos que desbarataban cosechas y sueños en cuestión de días. Era un universo de verdes parcelas a las que el Guadalquivir lamía con sus aguas calmas y someras. Olía a lago Ligustinus, olía a Tarsis, y a Cartago y a Roma: también olía a pobreza, a miseria, a cuarenta por ciento de paro, a heroína sin metadona y a casas por construir. San Leandro: fiel reflejo de aquella Andalucía recién salida de las murgas franquistas. No era raro que aquellas gentes votasen lo que terminaban votando, o sea PSOE, para desesperación de una derecha que no se hacía en las afueras de un poder que emanaba del mismo medievo. Espero que los disculpe, don Javier, qué le vamos a hacer: aquellas gentes eran así: aunque propietarios de cuatro o cinco hectáreas de regadío, se seguían viendo antes campesinos que agricultores. Cosas de la Historia, ya sabe.

Algunas tardes me iba a ver pasar los barcos pilotados por avezados capitanes que conocían hasta el menor de los embarrancaderos de un Guadalquivir siempre apurado: en ocasiones me saludaban con un pitido que rompía el atardecer, provocando un estallido de alas locas y colores de belleza tal, que resulta de descripción increíble. Tenía yo por entonces veinticinco años y una salud de hierro bilbaíno, y me afanaba en atesorar unos registros esporádicos que después pasaba al papel. Hoy me arrepiento de haber quemado aquel tesorillo personal de sensaciones.

No había médico. La electricidad se perdía a la menor de las brisas. Y por no haber ni había carretera que uniera a Las Cabezas con su mínima pedanía. Lo que había era una especie de vial terrizo siempre temible: si desbarrabas y te ibas a la izquierda, caías en el arrozal; si te ibas a la derecha, pues eso, que allí estaba el canal inmenso para engullir el coche. No hablo del siglo XIX: hablo de ayer mismo, hablo de una Andalucía de señoritos y siervos que comenzaba a desmoronarse.

De la escuela sólo puedo decir que los padres hacían una especie de porra para comprar la leña de olivo que después quemábamos en las chimeneas de las dos únicas aulas. Porque en la marisma, cuando hace frío, lo hace con ganas. Menos mal, don Javier, que por aquellos entonces no caíamos enfermos. Ah, la juventud… De haber enfermado el maestro, pues ya sabe: los niños a casa y la escuela cerrada varios días, o varias semanas, o un lustro. Así eran las cosas. No hace tanto.

Tal vez el problema de la derecha andaluza radique en su incapacidad para asumir que las circunstancias han variado sustancialmente. Los andaluces (de izquierdas, hasta más ver) y las instituciones que peor o mejor se dieron a sí mismos, consiguieron romper en veintipocos años un maleficio que nos había dejado anclados en el XIX.

No obstante, coincido con usted en que no es suficiente. Se podría haber hecho más, se podría haber hecho mejor. Pero no fue poco lo que se hizo. Ahora vas a San Leandro y te encuentras con un pueblo limpio, lleno de luz, conectado al mundo por una carretera sin lujos pero decente. Médico y ATS pasan consulta. Los parcelistas están organizados en cooperativas, los niños disponen de un instituto a tan sólo cuatro kilómetros de casa, los técnicos de Agricultura asesoran gratis, las cuentas se llevan con ordenador… Y las escuelas se han agrupado para prestar un servicio educativo digno.

Si es que lee este articulillo, ruego que no me tache de paniaguado del PSOE, pues se equivocaría: ni como, ni comí de él ni ando en ninguno de los EREs suicidas. Pero escucho las consignas de algunos de los suyos en Intereconomía y descubro que siguen anclados en el manido —demagógico— asunto del PER, en plan sargento Aznar y decretazo que te arreo. Querencias las mías, ya digo; pero no reconocer lo que han supuesto los gobiernos de izquierda en el progreso de Andalucía es mal camino para llegar adonde, según parece, usted quiere llegar. Y mira que anda cerca… Abrazos fraternos.


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