Opinión

Loa de la siesta (José Becerra Gómez)

La palabra siesta procede, como tantas otras, del acervo lingüístico hispano que hunde sus raíces en las lenguas romances proveniente del latín vulgar o hablado por el pueblo. El termino aludía (perdonen la erudición del introito) al final de la hora sexta y comienzo de la séptima coincidente con el mediodía (meridies), intervalo diurno que los romanos pudientes para tumbarse, indolentes, en el triclinium, un cómodo lecho de tres piezas, para reposar la comida del mediodía y embargarse en un dulce sopor. Costumbre que hemos adoptado y que los entendidos en vida sana aconsejan por el renuevo de fuerzas que otorga siempre que no le concedamos un tiempo excesivo.

Una mecedora cómoda y un rincón fresco, a ser posible el más fresco de la casa, lo que es de agradecer en la desabrida canícula que en el interior de Málaga hace estragos en los cuerpos y los derrenga en extremo. Se suspende el tiempo, la tarde yace como zurita alicortada, se despueblan las calles y ni los perros vagabundos osan quebrar la quietud con el más leve o desangelado ladrido. Desde las tres hasta las seis un denso sopor envuelve, más bien aprisiona las techumbres de oscuras tejas de las que se desprende, o se lo imagina uno sumido en el letargo, el vaho del barro cocido al cual diera forma el alfarero laborioso. El sol resbala indolente por paredes que refulgen destempladas y esquinas y fachadas crean geométricas formas chinescas sobre los adoquines brillantes o el tosco empedrado que en esta hora reniega del paso de cualquier viandante inoportuno.

Escapa la gente de la sañuda tarde que asola, oprime y exaspera.

Fueron aquellas tardes aplastantes del verano de mi pueblo, allá por donde Ronda pierde su fisonomía de ciudad y se abre, ahíta de monumentalidad histórica, al campo y la dehesa abrazando en entorno rural que la engrandece cuando me acostumbraron, que quieras que no, a la siesta. “¿ Cómo quieres salir, niño, si no se es escucha un alma en la calle?”, advertía mi madre razonablemente. En el reloj de la iglesia, con la gravedad que impone la pesadumbre densa de la tarde, suenan tres campanadas, cada una de ellas como si golpeasen, aniquilándolo, cualquier intento de quebrar el silencio o interrumpir el sopor. Hecha la exhortación, mi madre, que ya terminó de fregar los platos de la comida del mediodía, abre el postigo de la ventana de la sala para que a través de la celosía pueda entrar cualquier brizna de aire fresco que por milagro se cuele y complete la sensación de acomodo que brinda la estancia en penumbras.

Ocupa ella una mecedora de asiento y respaldar perforado y se mece, indolente, unos pocos minutos. Luego, coge el blanco paño de crochet que le viene ocupando desde el inicio del verano y empieza su labor de malabarismo con el hilo y la aguja que a mí siempre me maravilla. Pero será por poco tiempo. Compruebo enseguida cómo sus dedos se detienen y los brazos le cuelgan, flácidos, recogidos sobre el halda. Mi padre, acomodado en la mecedora próxima, cierra los ojos y el periódico (el ABC, que llegaba puntualmente, a mi casa en los años 50, cuando no salían otros que le discutiese la primacía) que había sostenido, se derrumbaba sobre las losetas de la estancia. Indefectiblemente, ganado por el plácido entorno, sigo sus pasos y me adormezco ganado por la laxitud reinante que puede más que la encabritada actitud que cabría suponer con mis pocos años.

Compruebo en mis cada vez más esporádicas visitas al pueblo que la siesta sigue siendo sagrada, sobre todo en los meses de verano. Para mi desgracia, la casa que me proporcionaba aquellas tardes venturosas de reposo sumido en el silencio y el frescor de la penumbra perdió su antiguo encanto, el que le proporcionaba los gruesos muros resistentes a la inclemencia del exterior. Supongo que ha de ocurrir lo mismo en el resto de las recientes construcciones. Continúan las siestas en los largos veranos, las practico con asiduidad en mis regresos, aunque ya desaparecieron las mecedoras y sus ocupantes. Vacíos aposentos, sin la penumbra ya de las leves celosías.


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