Opinión

Dulcería de la Serranía de Ronda (Pepe Becerra)

Nunca se encontrará momento más propicio para hablar de los dulces de Ronda que en las fiestas navideñas, ya en estas fechas un clamor y un restallido de luz y alborozo, aunque las procelosas sombras de los momentos difíciles por los que atravesamos asomen su faz hosca y el jolgorio habitual se atenúe o empañe.

No todo es piedra, con ser sempiterna y abundante. Ni región casi selvática – no hay más que ver, qué digo ver, contemplar con asombro los parajes de los Alcornocales y la Sauceda, en Cortes de la Frontera – o depositaria de un espécimen arbóreo que abjuró de otras latitudes y aquí encontró acomodo: el pinsapo, escalador de laderas y vigilante de montes grandiosos. Tampoco son todos senderos entre breñas y escarpaduras, o veredas sinuosas por las que adentrarse en un mundo desconocido, variable a tenor de la estación; siempre sorprendente por lo que nos puede asaltar al paso: una cabra montés, un meloncillo – la simpática mangosta nocturna que los serranos asustadizos confundieron sin fundamento con una terrible víbora, seguramente para amedrentar a niños y curiosos que pudieran asomarse a heredades y viñedos-, una jineta o un corzo desmochado; a lo mejor, una perdiz patiquebrada huyendo de un águila perdiguera. No hay que esperar que todo sea población perennifolia de castañares, encinas o “cenicientos” olivares, que cantara Machado.

Los dulces, la dulcería popular rondeña, que nació con resabios moriscos y que creció en fogones emperifollados para los días de fiestas medio paganas medio religiosas; luego sus recetas se propagarían de madres a hijas o se recogerían en los conventos de monjas en donde se guardarían como oro en paño para ser manejadas por primorosas manos. De esta forma se dio contextura deliciosa a los buñuelos y meloja (miel, calabaza o tajadas de melón) en Algatocín; en Alpandeire a los borrachuelos y el rosquillón del Niño del Huerto; en Ardales, la torta de almendras y aceite; en Arriate, a los rosquillos de vino. Destaca Atajate por sus quesos de almendra y Benadalid por el arroz con leche y los borrachuelos, mientras que en Benaluría hay que gustar la exquisita torta de masa. Otra torta es significativa en Benaoján: la de chicharrones, como corresponde a un pueblo de gran tradición chacinera. En otros pueblos del ancho y pródigo Guadiaro hay que solazarse, como en Cortes de la Frontera con el milhojas o el postre flameado; en Montejaque, con las finas confituras y mermeladas de frutas propias y exóticas fabricadas por delicadas y expertas manos femeninas; y en Jimera de Libar con la levedad y el sabor del suspiro de clara montada. Tostones de Pujerra, yemas del Tajo de Ronda; los roscos blancos de Gaucín… Y, por fin, los dulces de las monjitas de Ronda – yemas del tajo, mostachones, mantecados…- hechos con paciencia, el primor y la delicadeza de unas manos que si alzan es sólo para alabar a Dios en la penumbra de las estancias monacales.

Para final dejo un postre que, autóctono por completo del Guadiaro, resultó siempre por su fino sabor lo que se llamó en boca de los goumerts “bocatto di cardinalle”. Me refiero a los calostros, elaborado por las hacendosas amas serranas a partir de la primera leche de vaca o cabra después de haber parido, a la que se le añade, después de la cocción, canela y pan rayado. Un plato que saboreado en frío nos catapulta a las regiones insólitas de lo más exquisitamente natural.


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