Opinión

El hombre que defendía un derecho (Manuel Giménez)

(Extraído de “Crónica de una Guerra Anunciada, Reiterada y Sangrienta de América”, que se consumará antes de que se escriba):

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“¡Yo soy un anticapitalista!”, vociferó con entusiasmo el abogado defensor. Como no estaba ante un juez, ni ante una solemne comisión investigadora, sino en el oscuro bar de un hotel, en la mesa más alejada, no tuvo reparos en mostrar sus alharacas.

“El problema es sencillo –prosiguió-. Los derechos de los Pueblos Indígenas han sido cercenados. Nadie les consultó sobre instalar en su Tierra aquella fábrica. Como en la colonización, repetimos la Historia. Pero éste es un colonialismo empresarial, igual de grave y descontrolado. Fue el Gobierno quien permitió la entrada a la Empresa, ¡ah, esos ladinos aceptaron sus dádivas y se broncearon en playas privadas con el dinero manchado de la sangre de los Pueblos. Celebro el sudor frío que recorrerá sus frentes al observar las cantidades que tendrán que devolver a las empresas, créditos de Bancos Mundiales y Fondos Internacionales por haber incumplido su palabra, que selló en forma de licencia de explotación. Yo lo he descubierto, yo lo investigué; me ampara la Constitución y el Convenio de la Organización Internacional de los Trabajadores y la Carta de los Derechos”.

Apuró su cerveza y pidió una más. El puño izquierdo levantado y un bol de cacahuates y pipas de calabaza sobre la mesa que agarraba con ansiedad fueron testigos de aquello. Solo, en el rincón, dio forma a su impecable estrategia procesal. Primero iría ante la Comisión, repleta de internacionales comisionados y después ante la Corte y sus jueces cortesanos.

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Cada Amparo Constitucional tuvo sentido y contribuyó al éxito de su misión. La licencia fue retirada.

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Al poco, regresó al mismo bar donde trazó su estrategia, esta vez con el documento que acreditaba el triunfo de su razón. Ocupó la misma mesa y bebió tequila.

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Nadie podría decir quién fue la primera persona que murió después de que hubo cerrado la Empresa que ilícitamente se había instalado en la Tierra. Nadie acertaría si fue de los favorables a la Fábrica, o fue de los contrarios. Tampoco qué familia aportó el primer muerto, ni en cuál hubo más víctimas o la tragedia fue mayor, pues en cada casa y cada familia, empleados y detractores de la Empresa se repartían por igual. No había padre sin un hijo con el uniforme Corporativo, ni hijo sin un hermano que boicoteara las instalaciones con un pasamontañas.

Las madres lloraron las muertes y fueron las madres viudas de sus nietos.

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Para la instalación de la siguiente Fábrica se respetó el derecho del Pueblo a decidir y se convocó un referéndum. Nadie votó, porque nadie quedaba. Los más habían caído asesinados y, quienes no, habían huido de aquel lugar de miseria y olor a muerto, con el corazón podrido y podridas las manos por un virus de odio fraticida y asesino.

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Tampoco a los ladinos políticos les fue mejor. Como hienas, habían vendido su país a postores mediocres, y como tales hienas fueron perseguidos y alcanzados por sicarios que mataban por el precio de un almuerzo en una franquicia norteamericana de costillas asadas con salsa de Jack Daniel’s. Parece que muchos de aquellos matones habían sido trabajadores atormentados por la destrucción de sus familias por la oscura historia del cierre de una Fábrica extranjera en algún lugar del país, o del continente.

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De lo que sí existe la certeza es que todos los créditos millonarios solicitados para la instalación de la Fábrica se abonaron, quetzal a quetzal, sol a sol, peso a peso. Los cientos de millones que se adeudaban al Fondo Monetario y Banco Mundial estaban avalados con el patrimonio del Estado. No devolver la deuda externa nunca fue una posibilidad y religiosamente fueron cubiertos, capital y elevados intereses, empobreciendo el país para siempre.

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La última mañana, el abogado defensor, la pasó en el mismo bar de siempre. Junto a una cerveza a medio empezar, dejó una hoja con unos versos de Pacheco “En la ciudad hay temor / Dejan por todas partes un reguero de muerte y mutilaciones / En cada esquina se produce un asalto. / Grupos innominados asesinan a alguien por lo que hizo o no hizo. / Arde una guerra que no encuentra nombre / Unos contra otros. Todos contra todos”.

Creo que no me extrañó que se quisiera suicidar, sino que no lo consiguiera (…).


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