Opinión

Diez duros para la máquina del tiempo (Manuel Giménez)

El Tofu es un queso de soja, típico de algunos países asiáticos. Como queso, se presenta de mil y una maneras. Unas agradables y otras, no tanto. Mi debilidad es el Chao Tofu, que se hace en Taiwán. No porque me agrade, sino por lo que tiene de cultural. Este tofu se prepara con un fermento que incluye carne y marisco podridos, en un baño de leche cortada. Ahí lo dejan durante varios meses, pudriéndose, hasta que toma un color y una textura parecida a la boñiga de vaca. Un proceso absolutamente antihigiénico, que da lugar a un olor nauseabundo. No puedo hablar de su sabor, porque fui incapaz de comerlo.

Sin embargo, el tofu apestoso –que es la traducción del nombre- es un manjar popular y muy apreciado que se encuentra habitualmente en puestos de calles y mercados, donde lo preparan rebozado. Para un europeo, pasar por delante de uno de estos puestos en que venden, literalmente mierda frita, es como lanzarte de cabeza a un pozo ciego y chapotear. Sin embargo, los lugareños sonríen y se relamen con ese mismo hedor a vertedero.  

Supongo que será porque, más que ningún otro sentido, el olfato es una experiencia íntima que se va imprimiendo en la memoria, apenas ligada al mundo exterior. La memoria convierte los olores en aromas; y hace sonreír.

Quién sabe si el olor del chao tofu no se para ellos el de una merienda preparada por su madre o abuela con esmero, o disfrutada con los amigos en las fiestas del pueblo.

Lo que está claro es que el mayor camión de basura no se resiste a esta reacción casi mágica de transformación del olor, público y abstracto, en sentimiento íntimo y concreto.

El que pasa por mi casa – el camión de la basura, me refiero – lo hace únicamente martes y viernes, a las seis de la mañana. Una legión de perros callejeros hace imposible soltar las bolsas en la noche anterior, para no provocar un esperrío de botes vacíos mordisqueados y cáscaras de aguacate por el medio de la calle a la mañana siguiente. No hay más remedio que levantarse a las seis menos cinco de la madrugada. Es inestimable la ayuda de un sujeto con un cencerro enorme y ruidoso que zarandea con ímpetu para advertir de la llegada del camión. A su paso, jodido y despeinado, con las zapatillas en el pie que no es, hay que correr hasta la esquina donde se detiene la comitiva.

El hedor es penetrante, pero yo no puedo evitar que me traiga recuerdos de niño, recuerdos felices. Me lleva directo a los largos veranos de infancia en la playa, de días eternos que empezaban con tazones de Smacks y deberes del Vacaciones Santillana y terminaban cuando sacábamos la basura después de cenar.

Cerradas las bolsas, era momento en que mi abuela y la tía Encarnichi se quedaban, en penumbra y con las gafas de ver, jugando al cinquillo. Creo que la apuesta era de dos duros por mano. Cuando vivía, la bisabuela Encarna jugaba con ellas y siempre ganaba. Quizá lo hacían por miedo o respeto, quizá fuera una virtuosa del juego. El marido de la tía Encarnichi, el tío Pepe, rara vez jugaba. Mi abuelo, nunca. A mi me gustaba participar sólo cuando estaba mi madre. No sé por qué.

Jose, mi primo mayor, y yo bajábamos la basura y nos quedábamos un rato con el resto de niños, los amigos del verano. El sol había torrado durante trece horas los cubos de basura y desprendían un olor pegajoso que empapaba todo, llegando hasta las cabañas que construíamos entre los pinos. Allí hacíamos espiritismos que yo no creía, pero sí temía. A veces, a los niños les salían novias y se metían juntos por los pinos o por la playa. No sé qué se hacía allí, porque nunca me salió una. A mi primo Jose sí le salían y muy guapas, supongo que porque él era un experto construyendo cabañas con somieres y era experto en la tabla ouija. Jose era muy prudente y cuidaba de mí. Imagino que, en correspondencia, yo quería ser como él, que me gustara la música que él oía que, para mi desgracia, me horrorizaba. Deseaba ser heavy, sin idea de qué hacer para serlo, como el pequeño Coetzee quería ser católico romano, sólo porque le fascinaban las historias de romanos.

En la calle jugábamos hasta las doce, cuando el camión devoraba los cubos apestosos y a nosotros nos reclamaban desde el balcón para que volviéramos a casa.

Con los años dejamos de ir de vacaciones allí, pero aquel olor pegajoso, que goteaba restos de melón y paella de domingo, aún me lleva a las cabañas entre los árboles y los espiritismos.

Puede que se trate de una pequeña máquina del tiempo que, a partir de un olor a fritanga, te regrese hasta los diez duros que te daba el tío Ale para buscar dos ruedas de churros en el Dólar. Una moneda de diez duros casi del tamaño de tu mano.

Porque, de esta manera, la memoria construye un muestrario particular de recuerdos etiquetados por olores. Y sucede que, al girar una esquina, el perfume de una señora, intrascendente para cualquiera, te arroja a las escenas trémulas vividas con una murciana en Londres y que jamás volviste a ver.

Y pasa que, aunque la Señora sea bizca y con bigote, agradeces que traiga a tus manos aquella historia de amor para que tú la continúes, inventándola como te dé la gana. O pasa que, aunque huela a fritanga, te hurgas en el bolsillo queriendo encontrar los diez duros del tío Ale, con una sonrisa en los labios. Y quizás pase que ahí sigan, los diez duros, guardados.


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