Opinión

De mundos ignotos y de personas que no lo son tanto (Antonio Garrido)

Alivio y no pequeño es cerciorarnos de cómo el invierno, con un cierto enfado de niño reprendido, emprendió su anual huida. Corre, a su vez, tan rápido el tiempo, que más nos vale apresurarnos antes de que de nuevo vuelva, lo que seguro hará, con más o menos furia,  a la vuelta de unos fugaces meses. Disfrutar a lo grande de lo que tenemos, con ropas livianas y mejores ánimos, no será mal consejo.

Por lo pronto, cualquiera que sean los sobresaltos atmosféricos que, todavía, nos procura la estación en la que nos encontramos, bullen como una bendición los olores del azahar, de los lirios, las lilas… de las silvestre flora, si del campo se trata, de un inagotable verdor en este año de irascible, pero fecundas lluvias. Regocijo y renacimiento, ancestral y nuevo, en la naturaleza. Luminosidad y calma infinita, en los cielos.

Para vibrar en silente armonía con aquéllos, conviene más madrugar algo, fundiéndonos con ese silencio, supremo señor entonces. Igualmente, soberana elección es  la noche. Existe un acusado paralelismo entre amanecer y su opuesto, las sombras nocturnas, en brillos y soledades ambientales; no, desde luego, en aritmética de estrellas, aunque, en cambio, sea el véspero, el primer lucero matinal, el que orqueste el camino a los cientos de millones de luminarias con que nos regalan los cielos por la noche.

Ante la contemplación de aquéllas, con toda su magia de proyecciones astrales, sólo caben dos opciones esenciales: una, recurrir un poco a la más metafísica de las cuestiones, las que siempre atormentaron a la humanidad: “¿Qué demonios pintamos en tan confuso, cruel, mendaz, incomprensible mundo en el que nacimos? ¿Tendremos en una hipotética segunda existencia la posibilidad de acariciar cercana las maravillas que desde nuestra remoto, diminuto planeta contemplamos?”

Opción segunda sería la de enterrar, de momento, tan atormentadoras dubitaciones, y, a la noche, al aire libre, sin testigos o muy selectivamente acompañados, sentirnos como dioses de la creación, de los cercanos y los invisibles, y de un modo más pragmático, intentar con nuestra limitada mente aprehender, captar, bien que sea en mínimas dosis, un poco de ese orden que reina en el universo, a través de los conocimientos que ya otros nos transmitieron.

En la historia de esos estudios dos rondeños han quedado inscritos. Uno árabe,  Ibn Firnás, que tanto se fijó en los cielos, que un día intentó volar para llegar hasta ellos, para constatar que su sitio aún estaba en los terrenales suelos, contra los que se estrelló. Diego Pérez de Mesa, el otro, un humanista de talla de nuestro Renacimiento, se permitió rechazar cátedras como la de Salamanca, para ejercer en la de Alcalá, que le ofrecía más tranquilidad y tiempo para sus investigaciones. Hoy en día se le considera como uno de los más reputados astrónomos hispanos de la Edad Media.

Creo que me extendí en demasía y deje atrás lo único que pretendía resaltar: un elogio,  un aplauso, una admiración por esa Asociación Astronómica Rondeña que, con pleno acierto, toma el nombre de nuestro paisano árabe citado,  y que con un empeño sin límites, como el del mismo mundo que les obsesiona, a costa de muchas horas de infatigable trabajo han tomado como bandera hacer partícipes de sus saberes a nosotros, los más lerdos. De ese grupo, sigo sobre todo, a dos amigos, a Rafael Muñoz y a Antonio R. Acedo. Compaginan tarea laboral y fuera de ésta, no sólo arañan tiempo para sus devociones culturales, sino lo que es más difícil, se dedican a enseñar, a través de periódicos, revistas, reuniones y congresos, lo que del universo saben, que no es poco. Antonio en concreto, también aplica sus conocimientos a la preparación de una biografía de Ibn Firnás, que, no nos cabe duda, será apasionante.

Uno, por si a través de otra vida, nos fuera dado alcanzar las maravillas de ese cosmos de planetas y galaxias que turban nuestro ánimo por su grandeza, lee casi con ansiedad cuanto escriben y describen nuestros amigos de la Asociación, Sería una pena, si aquella excepcional hora llegara, no saber nada de dónde hemos arribado, ser los últimos de la clase.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Te pedimos la "MÁXIMA" corrección y respeto en tus opiniones para con los demás

*