Opinión

Mi amigo el Quetzalcoatl

Luis es mi amigo Quetzalcoatl. Un enfermero de abolengo Tzotzil, una de las lenguas mayas del sur de México. En esta lengua heredada de sus abuelos imparte cursos para las mujeres de las comunidades indígenas. Les enseña cuáles son los rasgos más comunes de ciertas enfermedades que en España nos parecen leves, pero que causan muchas muertes en esta zona. Malnutrición, diarrea, vómitos, enfermedades de la piel, bacterias o infecciones.

Quetzalcoatl, según la leyenda, era hijo humano del dios-rey Mixcoatl (el cielo) y de Chimalma (Diosa de la tierra), aunque nadie supo en realidad de dónde venía cuando se estableció en la ciudad de Tula, la gran Tenochtitlán. Se cuenta que su físico era fuerte. Que era alto, rubio y con una gran barba blanca y que, durante su gobierno, enseñó a sus súbditos grandes conocimientos científicos, orfebrería y astrología. Un día, sin embargo, fue engañado por un chamán, que le entregó un cuenco de arcilla que contenía un neutle, una bebida de gusano de maguey fermentado (hoy se conoce como pulque), a través de la cual Quetzalcoatl supuestamente curaría el malestar que sufría.

El rey se lo bebió (una y otra vez), pero no curó mal ninguno. Lo único que consiguió fue una borrachera tremenda, perder el control, y cometer todo tipo de excesos contra el pueblo que tanto lo respetaba. Cuando volvió en sí, abochornado por su actitud y, habiendo traicionado el amor que sentía por su pueblo, partió hacia el Mar de las Turquesas, en el Golfo de México, y se suicidó. De ahí, resurgió convertido en una serpiente emplumada que se alejó en el cielo hasta convertirse en la estrella Venus.

Luis no se parece mucho -físicamente- al este rey. Es pequeñín, no es robusto ni delgado. No tiene el pelo rubio ni una larga barba blanca. Sin embargo, cuando llega a la comunidades indígenas, armado con sus rotuladores, sus pizarras y sus medicamentos traidos de la ciudad para sanar molestas infecciones, la gente reacciona como si tuvieran ante sí a la misma serpiente emplumada.

El otro día, hartos de cerveza – esta vez no era neutle- Luis me confesó que días atrás había sido incapaz de ayudar a una familia que conoció por causalidad en San Juan Chamula, un pueblo Tzotzil cercano. Los dos hijos de la familia sufren de la misma dolencia y no se curarán, sólo porque están en un lugar sucio, con el agua sucia, sin higiene, sin médico para acudir, ni dinero para comprar los medicamentos que éste recetara. Me confesó que los vio y sintió un terrible sentimiento de rechazo, en parte porque él no podía hacer nada para ayudarles. Ante una dolencia trivial, él había fallado a su pueblo, como Quetzalcoatl, y sentía traicionado el trabajo de años en una ONG cómoda, saludable y bien pagada.

El sentimiento de desgarro que esta situación le produce le empuja a dejarlo todo. A marcharse de la ONG en la que trabaja, incapaces de sanar, ni él ni la organización, las miserias de su pueblo. Aunque su decepción actual es comprensible, Luis no reflexiona sobre si realmente hace lo que debe.

Quetzalcoatl, bajo el peso de su conciencia, quiso ahogarse en el Mar de las Turquesas, pero pronto comprendió que su obligación era quedarse junto a su pueblo. Debía emplear sus capacidades divinas de gobierno, pero no podía olvidar que, como humano, también él tenía sus limitaciones, sus propias miserias. Sólo cuando uno acepta que no es infalible puede ayudar a los demás. Lo contrario es la locura.

Por esto, para los mayas, la serpiente emplumada Cuculcan representa la unión de lo divino y lo humano. Un abrigo de majestuosa pluma para volar hasta Venus y un cuerpo de serpiente para arrastrarse por el suelo.

Luis aprenderá que en él también hay un pequeño Quetzalcoatl. Y que, aunque las intenciones sean divinas, muchas veces, no llegamos ni a la altura del suelo.

Pero hay que estar ahí. Dándolo todo, por jodido que suene.

Manuel Giménez.


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