Opinión

Ecologismo responsable

Con la manta de agua que ha caído pocos se acuerdan ya del “cambio climático” que los científicos pronostican como si fuera cosa de mañana mismo.

 Según los meteorólogos, este invierno es de los más lluviosos desde que se registran los datos pluviométricos. Aún así, y para una vez que llueve en condiciones, asistimos impotentes a la pérdida en el mar de centenares de hectómetros cúbicos de esa agua porque en nuestros ríos no hay suficientes embalses, ni sus cuencas se encuentran conectadas entre sí por “trasvases”, a los que muchos políticos y ecologistas tienen declarada la guerra.

La actitud, a veces cerril, de quienes entienden el “ecologismo” como la prohibición de cualquier actividad que perturbe el paisaje, provoca que el desembalse de urgencia de pantanos llenos hasta rebosar agrave las inundaciones que causan las lluvias y se desaproveche el agua, no sólo para el consumo, sin también como recurso energético, obligando a producir electricidad desde otras fuentes más contaminantes, como el gas o el petróleo, con el perjuicio añadido para la salud medioambiental del planeta, ya que ambos combustibles provocan el temido cambio climático.

A pesar de que los colectivos ecologistas y las distintas administraciones apuestan por energías alternativas, es evidente que nuestra dependencia del petróleo aumenta cada día. Las causas de esta dependencia no son nuevas, y entre ellas destaca la previsión errónea de que la energía solar y eólica eran la alternativa a la energía de origen térmico. La radical oposición de los ecologistas a la energía nuclear provocó también el cierre prematuro de las centrales nucleares, sin que existieran alternativas reales para garantizar nuestra producción energética. Todo ello ha contribuido inevitablemente a incrementar nuestro consumo de petróleo, encareciendo la fabricación y el transporte de los productos que lo precisan, reduciendo la competitividad de nuestras empresas y agravado con ello la crisis económica que padecemos.

A mediados del siglo pasado muchos países apostaron por la energía nuclear para garantizarse un suministro de energía barata y limpia que les permitiese eludir su dependencia de los inestables países productores de petróleo. Desde entonces, y por razones geopolíticas, la antigua Unión Soviética intentó lastrar el crecimiento y la autonomía energética de Europa Occidental, fomentando numerosos movimientos “pseudopacifistas” que mostraban una imagen meramente militar de la energía nuclear, exagerando sus riesgos y silenciando su utilidad en otras facetas, como la medicina, donde la radioterapia supuso un avance primordial para el tratamiento del cáncer.

Con un uso adecuado, la energía nuclear permite obtener electricidad a gran escala; compitiendo ventajosamente con el carbón, el petróleo, el gas natural y la energía hidroeléctrica, pues sólo un kilo de uranio (del tamaño de un huevo) produce tanta energía como 2.500 toneladas de carbón (más de 1600 camiones de gran tonelaje). A pesar de todo, no parecemos prever que los combustibles fósiles se agotarán en las próximas décadas, o que su uso es altamente nocivo para el medio ambiente por el temible “efecto invernadero”, principal causante del cambio climático que se avecina.

Convenientemente explotada, la energía nuclear (en un futuro de fusión) puede abastecernos de energía limpia durante siglos, y sus riesgos se minimizan incrementando las medidas de seguridad que garantizan su funcionamiento y la protección radiológica de la población en caso de eventuales accidentes. Cualquier actividad humana genera residuos, pero los radioactivos suponen sólo una parte por millón del volumen total de la basura generada en la vida diaria. Además, el 90% de ellos son de actividad media, por lo que su radiación se extinguirá antes de tres siglos.

Si no se construyen más pantanos ni trasvases por el impacto que causan sobre la fauna, la flora y el paisaje, si se cierran las centrales nucleares porque la radioactividad provoca cáncer, si los cazadores se quejan de que las placas solares destruyen el hábitat natural de las perdices y conejos, y por supuesto si nadie quiere que instalen una central térmica cerca de su casa porque los humos causan enfermedades respiratorias, cabe preguntarse si estaríamos dispuestos a vivir sin calefacción o a desenchufar el frigorífico, la lavadora o el televisor. A veces, hasta se pretenden desmantelar las líneas de alta tensión que transportan la energía.

La disposición favorable del municipio de Yebra, en Guadalajara, para albergar un cementerio nuclear, vuelve a poner sobre la mesa el debate sobre si renunciar a la energía nuclear es una decisión acertada. Desde su descubrimiento, la electricidad es imprescindible en la vida diaria, pero la creciente demanda de energía y el agotamiento de las reservas petrolíferas suponen un problema. Sin obviar sus riesgos, quizás las centrales nucleares sean la solución menos perjudicial para el medio ambiente. Lo contrario, entraña el peligro de hipotecar nuestro futuro y el estado del bienestar al que muy pocos estamos dispuestos a renunciar… ni siquiera los ecologistas más radicales.

Antonio Sánchez Martín.


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