Opinión

Cambiar el mundo

Estas últimas semanas como desempleado he paseado mucho por Madrid. Apenas tenía tiempo libre pero, movido por una mezcla de melancolía y flojera, he andado de aquí  para allá. Pasaba por las calles especialmente atento a las nuevas construcciones, a esos edificios que, diseñados por algún arquitecto famoso, parece que están reconfigurando el mapa de “cosas que ver” en Madrid. Buscaba la obra majestuosa, la arquitectura diseñada, según sus propios autores “para cambiar el mundo”. Esto es porque, días antes, había almorzado con la prima donna de la arquitectura española actual, Alejandro Zaera.

Zaera me habló de que él pertenecía a la escuela de arquitectura pragmática, ésa que no busca cambiar el mundo con sus obras, pero que en la actualidad reflexionaba sobre cómo operar un cambio político a través de la arquitectura, una vez él había comprobado que la política es incapaz de provocar, hoy día, cambio social alguno. Como hipótesis de trabajo me pareció pretencioso, al menos. El mundo, en mi opinón, no cambiaba por hacer una biblioteca pública en un intercambiador de autobuses. Qué se cree, ¿qué clase de obra megalómana pretende engendrar este hombre para cambiar el mundo?

Aunque lo conocía desde hace mucho tiempo (la primera ver que oí hablar de este señor fue por mis arquitectos sevillanos a cuya amistad estoy condenado de por vida), era la primera vez que tenía ocasión de hablar tranquilamente con él, después de alguna que otra reunión de trabajo relacionada con problemas legales.

Mis amigos, especialistas, alucinaban con este arquitecto. Mucho más que por otros más conocidos. Sus edificios eran una mezcla de belleza y función. Cuando le encargan una estación de tren, él entrega eso más un centro cívico, un lugar público de convivencia, un entorno eficiente, sostenible y, además, un monumento. Vamos, que este Zaera es como un huevo Kinder, pura sorpresa.

Sin embargo, para mí, alguien que se ve por encima de la política y, por tanto, por encima de la arquitectura, no me produce tanta admiración. De hecho, eso sentí, que estaba cerquísima de una estrella, un artista, pero a kilómetros de una persona.

Más aún cuando me explicaba sus postulados, que eran claros. Él, instalado en Londres en un enorme estudio, con cientos de los mejores arquitectos del mundo trabajando para él y completamente anónimos. Sólo así -decía- puedes aspirar a ser algo en el mundo de la arquitectura. No me agradó la imagen del arquitecto convertido en plumilla del divo, por muy listo que el divo pueda ser. Gente cuyo trabajo e ideas van a parar al sello Zaera mientras permanecen en el ostracismo, eso sí, bien pagados, para que no se vayan, para que no piensen que hay vida más allá de Zaera.

Así que en las calles de Madrid buscaba la evidencia de que la arquitectura, ni la pragmática ni la sensible, pueden cambiar mundo alguno, lo cual me parece una inmoralidad. Básicamente, yo quería tener razón, quizás porque el tío me cayó mal.

Y así fue, no dí con ningún resto de cambio. Nada de la Biblioteca de Alejandría. Sí encontré un horrible pene dorado oscilatorio instalado en Plaza de Castilla, otra de las obras megalómanas de Gallardón, concebido por Calatrava.

De repente, en un antiguo depósito de agua reconvertido en museo, parque y sala de conciertos, una exposición de Rodchenko. Un fotógrafo ruso que revolucionó el mundo, porque le enseñó a ver a través de una cámara de fotos cosas con varios sentidos e, incluso, sin ningún sentido. Fotográfió la nada. Junto con la nada, fotos de deportistas. Hizo fotos del pueblo haciendo deporte, cuando el deporte en la Rusia Zarista era cosa de la élite. Retrató los tornillos, los engranajes de las máquinas y así el sentimiento de grandeza llegó al pueblo soviético, que creyó en el proyecto. Rodchenko les dio, como en sus fotos, la vuelta a sus pensamientos. Los agitó y los puso del revés.

Y allí tenía yo las fotos, en un viejo depósito de agua y, a la vez, en un museo que me abrió los ojos y me quitó la razón.

 Manuel Giménez.

 


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