Opinión

Una vez, sonreír

Manuel Giménez.

Esta semana, las paredes de mi casa se han estrechado. Durante tres años he partido el alquiler con otras tres personas con quienes he compartido mucho más que recibo de la luz y tensas esperas en la puerta del baño. Las paredes, al principio de un antipático encalado, ahora son color mandarina, lila o melocotón con lunares de subrayador verde. Un rasero de las cuatro estaciones del año en el salón nos recuerda cómo han ido volando los trimestres en esta especie de hogar inventado.

Con el tiempo, los muros se han poblado de imágenes regaladas, compradas en viajes, prestadas voluntaria o involuntariamente por sus legítimos propietarios o incluso extraídas de colecciones por fascículos empezadas con el curso escolar que, arruinado, nunca he llegado a completar. Mientras escribo, miro la pared de una habitación, llena de fotografías de Inge Morath o Cartier-Bresson, todas en blanco y negro.

Todas menos una. En el centro, hay un retrato de Andy Warhol a Rudolf Nureyev con gesto sonriente, coloreado en azul, anaranjado y pistacho. La historia de cómo llegó hasta ahí el cuadro es curiosa. Lo compré hace bastantes años en la Ópera Garnier, melancólico, después de que en las Galas Folflóricas de Ronda me tocara en suerte hacer de guía de un grupo de Baskortostán, una antigua república rusa. Todas aquellas bailarinas tártaras tenían una sensualidad desbordada que, según ellas, heredaban de Nureyev, su más admirado compatriota (criado, que no nacido allí). En agradecimiento al bailarín, me llevé el cuadro a casa.

Nureyev  murió en 1993 de sida, después de una larga agonía. No fue el único. Como Freddie Mercury, Rock Hudson o Néstor Almendros y tantas otras personas cercanas que murieron entonces de esa misma enfermedad.

Pertenecen a una época en que el sida era un drama de portada. Entonces tenía manos, cara y ojos. En aquellos primeros días era conocido como la peste rosa. De una primera fase en que las infecciones eran sobre todo de homosexuales, se pasó a los deportistas, los cineastas, los iconos de la danza o la pintura y los hijos de la sociedad privilegiada, nacidos en el primer mundo. Tenía emoción. No creo que haya quien no guarde recuerdo del emocionado dueto de Mercury con la Caballé en la antesala de las olimpiadas de Barcelona.

Obviamente, todos los enfermos podían ser el abogado de Baker & Mackencie que escucha arias de la Callas enganchado a una botella de suero, como Tom Hanks en Filadelfia.

Pero con el paso del tiempo, poco tiempo, el sida fue olvidado. Algunos de los afortunados que pudieron resistir hicieron crónica la enfermedad y han endulzado siquiera ligeramente su amargo padecimiento. Y así viven. Mientras, la enfermedad dejó de ser la peste rosa, para ser la peste negra. Una peste negra más.

Una de tantas pestes que se hacen fuertes en África, el continente que no cuenta. Una vez al año, el día antes del 2 de diciembre, la Calle La Bola, como la Calle Preciados, se llenan de lazos rojos y festejan el día mundial contra el sida. Ese día se salva un poco la vergüenza, y a seguir bien. Entretanto, casi el 40% de la población de Botsuana o el 30% de Sudáfrica, Namibia, los 10 millones de muertos, no son tan graves.

Sigo mirando el cuadro de Nureyev y cómo sonríe. En el telediario han anunciado que, por primera vez en 20 años, se ha conseguido una vacuna útil para evitar el contagio de sida. No ha servido en todas las personas que se sometían a las pruebas, ni podrá ser administrado en los próximos años, pero estamos ante un hecho histórico, aún desprovisto de cualquier entusiasmo.

Ninguno de los que se fueron a causa de esta enfermedad volverán. Aquello no tiene  remedio. Pero parecía que, aislado en la marginalidad o recluido en el África Negra, con el primer mundo (y sus farmacéuticas) inmunizados de cualquier sensibilidad frente a la enfermedad, el sida resistiría siempre, sin cura.

Pero parece que no. Ojalá que no. Por ello, hoy, desde donde esté, imagino Nureyev bailará. Y probablemente sonría. Como en mi foto.


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