Opinión

La jaula de las locas

Manuel Giménez.

La gente es la leche. Cuántas veces al día no te cruzas con una legión de bastardos, resentidos, enteraos, flojos o sinvergüenzas en general. Al cabo del día me enfado con el ser humano del orden de unas diez veces, la gran mayoría por mi propia culpa. Me enfada descubrir cómo el paso del tiempo me hace cada vez más huraño, cínico y desconfiado.

Me enfado cuando Javier llega a tarde a cualquiera que sea la cosa que vayamos a hacer juntos, me enfada la gente que llega tarde al trabajo y pasa sin saludar. Y eso, limitándome a lo cotidiano, porque también me irrita tener un presidente del gobierno retrasado, me molesta que al presidente de una comunidad autónoma se le persiga por ser tan imbécil de dejarse comprar tres trajes, mientras la presidenta de otra comunidad se ha hecho multimillonaria (de Euros) asegurándose de que se ciertas estaciones del AVE en Castilla eran construidas en las fincas de su marido. No aguanto que haya ministras en el gobierno de mi país cuya única experiencia laboral sea haber pasado tres meses de becaria en Unicaja y tres en Cajasur, porque tiendo a pensar que sus méritos están en otra parte.
Vaya, se diría que no hay nada que yo soporte.

En cierto modo, es algo que nos pasa a todos, que cada vez estamos dispuestos a aguantar menos estupideces hasta el punto de que varias veces al día sufriríamos grandes subidas de tensión, si no fuera por algunos detalles menos importantes que nos permiten seguir viviendo. Y que incluso merezca la pena.

Hoy (refiriéndome a ayer), por ejemplo, he cenado con una jauría de locas capaces de desquiciar a cualquiera. Cosas que pasan, hace algunos meses me encontré en medio de un road trip de fin de semana en Lisboa. Precisamente con los conocidos en este viaje me sentaba a cenar. La alineación de asistentes, para que nos hagamos una idea, constaba de al menos tres gays. Uno de ellos, políglota, viajero y cosmopolita; risueño y encantador, pero insoportablemente perfeccionista, abstemio e introvertido. Un chaval capaz de perder un avión porque en una presentación Power Point no consigue hacer que el tamaño de las flechas le coincidan a la perfección en una de las transparencias. Otro es el mejor amigo del primero. El menor de una buena familia de muchos hermanos. Educado, ingeniero, listo, listo guapo y delgado. Un hombre extraordinario y el yerno que toda madre – incluida la mía- desearía tener. Pese a todo ello, vive en una mentira. Nadie en su numerosísima familia sabe de su naturaleza homosexual, algo que, por lo demás, es evidente para todos los demás habitantes de su pueblo. Tiene su novio, tercer asistente a la cena. Bastante mayor que él, un inglés que llegó a España como examinador del título de Cambrigde y se quedó por amor. Desde entonces se pelean como chiquillos y se quieren y respetan como las personas mayores. Con la piel color blanco nuclear, hay un 100% de posibilidades de que se emborrache en cualquier reunión de más de 2 personas. Se pone rojo y profiere comentarios sarcásticos de los que sólo un inglés es capaz, en un estupendo español con un acento lamentable que nunca se conseguirá quitar.

Con ellos, una maestra de escuela casi cincuentona, escuálida, soltera, medio hippie y bruja de vocación. Adicta al tarot, a la cábala y capaz de ver (no estoy de coña) ángeles. Por último, un conserje de la Junta de Vallecas. En la mano derecha le faltan tres dedos por su pasado ebanista.

Robusto, con botas de cuero negro, casi calvo pero con patillas. Un tipo duro de cigarritos Bisonte, chupa de cuero 365 días al año, afición al boxeo y , desde hoy, en luto permanente por la muerte de Farrah Fawcett, su único amor, algo que para él es muchísimo más grave que lo que le pase a Michael Jackson.

Unos raros, sí. Pero su conversación es interesante, sincera y cómoda. Las risas son constantes y honestas, ya se hable de las cartas del tarot, la fisonomía de los ángeles, el extraordinario festival gay que se esconde tras San Fermín (y que hace esta fiesta atractiva a australianos y americanos, más allá de correr los encierros a las 9 de la mañana).

Destierran los intereses ocultos, la descalificación, la mofa y el insulto. Y, por ello, merecen la pena y hacen que el resto de la vida también la merezca. Raros, sí, como lo es todo el mundo cuando se les mira de cerca.


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