Opinión

La generación de Juan

Manuel Giménez.

El Ángel Exterminador es una película inquietante. En una reunión de la alta sociedad mejicana, en una habitación y alrededor de una mesa, unos burgueses charlan animadamente. El personal de servicio va abandonando la casa hasta que, entrada la noche, no quedan más que los propietarios de la mansión y sus invitados. Por algún motivo, de repente, ninguno de los presentes puede salir de la habitación. Algo -o alguien- les impide cruzar el umbral de la puerta. Las provisiones se agotan, las necesidades de higiene son cada vez mayores. Los presentes olvidan su condición social, desconfían los unos de los otros, se atacan, se muerden. Nadie sabe por qué.

No queda rastro de amistad, civilización o respeto. Nada más que impotencia.

Curiosamente, algo así me ocurrió -entendámoslo en sentido figurado- hace días desayunando con un amigo. No se trata de un amigo común. De él me separa una vida y un mundo. Una vida, de los treinta años que nos separan. Un mundo, porque él, que nació en Nueva York, vivió en Alemania, dirigió un gran despacho de abogados cuando a mi me estaban trayendo al mundo y presidía la comisión que regula los mercados financieros en España cuando mi máxima preocupación era el viaje a Canarias de fin de curso con el Juan de la Rosa.

Desayunábamos en su despacho, apoltronados en dos sillones. Él, que mira la vida desde lo alto de un camino cuyo ascenso es complejo. Yo, que no he hecho más que echar a andar, lo miro a él a lo lejos.

Mientras ejercita su mano derecha para recuperar el codo de una lesión probablemente tenística, charlamos sobre la Justicia en España. Insatisfacción de los particulares, malestar de los profesionales y gastos para las empresas. Los pleitos, que duran diez años.

Le comento que necesitamos saber cuánto nos cuesta a la gente normal que la Administración de Justicia no funcione. Cuánto nos cuesta de nuestros impuestos y cuánto nos cuesta meternos en un procedimiento. En el momento que sepamos esto, podremos ponernos con un proceso de cambio. Una verdadera mejora. Juan se me enfada y parece que fuera a tirarme el chisme con el que ejercita su codo en un arrebato de obcecación, ante lo que él llama mi buenísimo, mi ingenuidad. En su opinión, la Justicia, como el sistema electoral o la educación universitaria, es una materia enferma en España. Son miembros cangrenados, asfixiados por la política, que la controla y utiliza con fines partidistas. Tan mal está la cosa, que ni siquiera los propios políticos pueden hacer nada para cambiar el sistema. Estamos encerrados, en una habitación con vistas, presos del Ángel Exterminador de Buñuel. Como si una sola persona quisiera cambiar el curso del río Tajo y estrellarlo en el Mediterráneo.

Su consejo es claro. Mientras antes me quite de la cabeza la idea de que una persona pueda provocar un cambio, mejor para mí, que me ahorraré mis ingenuos planteamientos.

Para Juan, estas grandes empresas sólo pueden quedar a cargo de generaciones completas. Su generación consolidó la democracia. La mía, si se puede, tiene que tunearla.

Apuramos el café entre bromas antes de despedirnos con un fuerte apretón de manos, para nada condicionado por su lesión teística y me marcho contento. Juan es un hombre sabio a quien admiro y sin embargo, se equivoca.

Nos equivocamos todos, si creemos que hace falta el abrigo de un grupo, de una generación o de cualquier otro elemento colectivo para poder atravesar las barreras, reales o no, que encontraremos a nuestro paso. Con más o menos renombre, toda generación no es más que un número de individuos ingenuos, que luchan obstinadamente para cambiar la realidad. Pero su lucha es individual. Aunque años después alguien decida agrupar a todos aquellos majaderos bajo un solo término o generación. Generación del 27, Beat o Perdida. Eso da igual, la puerta la abrieron y cruzaron de uno en uno.

De poco que importa, hasta me olvido de que alguien anda diciendo que la mía es la Generación Cero, por el número de oportunidades laborales, por la negra expectativa.

Sin mentiras. Si la ley electoral necesita un meneo, alguien levantará el dedo pidiéndola cada día, incansable, obstinado y con vehemencia que le den la palabra. Aunque día tras día le den por saco. Si hay que cambiar la Justicia, hay que levantar su dedo índice. Que respondan a nuestro índice con un corazón es algo que no debe – no puede- importarnos.

Tenemos que actuar cada día como si el mundo estuviera en nuestras manos. El hombre nace libre, responsable y sin excusas, decía Sartre.

Con los ojos y la boca abiertos. Como el Ángel de la Historia, con sus alas hinchadas por el viento del progreso y mirando hacia atrás y adelante a la vez.

Sin miedo a cruzar la el umbral, nada más. De uno en uno


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