Opinión

Surge la escena en un salón…

Manuel Giménez.

Niñas en promoción, momias poniendo precio, ambigüedad.

La escena tiene lugar en las tres pequeñas repúblicas bálticas, donde la prostitución se reproduce por esporas entre las niñas de 17 años.

Es curioso que la tierra de estos países ex soviéticos tenga un fértil color ceniza que se oculta bajo ejércitos de altas coníferas que se elevan al cielo hasta que se pierden de vista.

Los lagos, gran parte del año congelados, se multiplican por todas partes. Reflejan el mismo gris plateado del cielo siempre nublado para que todo resulte estar hecho de plata. Países de plata.

El tono monocromático de tierras, lagos, cielo y árboles parece hecho adrede. Como si quien llenara estas tierras argentinas se hubiera propuesto así ocultar a la mujer báltica de un ojo depredador. Debe ser así, porque allí la mujer es hermosa y fría, alta cual conífera y con unos ojos de color azul grisáceo tan claro que hacen pensar que el cielo sea sólo una imitación de su iris, o un efecto camaleónico de pigmentación.

No es de extrañar que hayan querido esconderlas de las legiones de europeos del sur, muchísimos españoles en piaras de seis u ocho. Franceses, Israelíes, vomitando hormonas que se adentran en sus numerosísimas discotecas. Hasta allí se van, olisqueando el terreno en busca de una hembra. Si no pueden tenerla por sí mismos, la compran. No les resulta demasiado difícil. Muchas de ellas, ahogadas en su propia miseria y con apenas quince o diecisiete años van dejándose babear a cambio de una copa de coñac o de whisky que pague el erecto turista y por el que ellas reciben una pequeña comisión. Es la utilidad marginal que obtienen de su belleza. Cada vez más borrachas y embriagadas ejercen un efecto hipnótico sobre unos orcos que las tocan constantemente con repulsiva lascivia.

Pasan las horas, sube el alcohol -y otras cosas- y también el tono de las relaciones. Imágenes grotescas de tres bastardos que se abalanzan sobre una niña difícilmente mayor de edad. Ella se les ofrece con una pericia que parece de décadas y eriza la piel.

No se esconden en antros ni lupanares, están ahí, en los bares habituales. A veces es muy difícil percatarse, ni siquiera te das cuenta, bailas con una chica, ríes y a los cinco minutos le estás pagando una copa de coñac a su amiga.

En el final del asco profundo que despiertan los embrutecidos machos en sus envites de cintura contra el muslo de la niña, hay también algo de comprensión y compasión. En ese momento se creen que controlan la inseguridad que les ha jodido a lo largo de toda su vida por el módico precio de, pongamos que, cien euros.

No puedo decir que sintiera vergüenza ajena, porque mis pulsiones eran demasiado parecidas a las de ellos como para tirar la primera piedra.

No sé en otros casos cómo será. En el mío, intenté indagar, hacerla reír, saber quién era. Pero sólo encontré un muro infranqueable, alguien aparentemente cómoda en su meretriz posición. Hasta el punto de que llegué a dudar de si verdaderamente quedaba algo detrás de ese muro.

Ahora que lo pienso, no creo que un imbécil que llegue a las cuatro de la mañana de buen samaritano fuera a enternecerle demasiado el corazón, cuando la única puerta que le abre poseer una belleza sublime es la de un hostal cada noche.

De los que estábamos allí, sólo unos pocos pasábamos los 22 ó 23 años. El resto de la escena grotesca estaba compuesto, ellos y ellas, de chavales jóvenes, normalmente guapos y universitarios, cuyos valores morales no les suponen el menor inconveniente para negociar. Un sueño de ambición en una mano, un sueño de libertad en la otra, mientras van asumiendo, rebuscando y renegando de su tiempo.


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