Opinión

A Segundo Lería de la Rosa, en el centenario de su nacimiento

Felisa Lería Mackay.

 (Ardales 19/04/1909 – Sevilla 13/12/2007)

In memoriam

Murió exactamente un año, cuatro meses y seis días antes de cumplir los cien y murió consciente y lúcido hasta el último instante.

Como prueba de ello valga esta anécdota: unas horas antes de morir, Mamá  y yo estábamos en su cuarto; ella estaba hojeando un librito sobre san Leandro y quiso saber dónde había nacido el santo; como yo no lo sabía, me acerqué a él y se lo pregunté. Con un hilo de voz me contestó: “En Cartagena”.

Era un hombre completo y cabal y estas cualidades se reflejaban en sus facciones; referida a él, la frase “la cara es el espejo del alma” no puede ser más acertada porque su mirada y sus rasgos se fueron cincelando a base de ser bueno.

La bondad de un hombre fuerte, decidido, dinámico, sabio y culto.

Desde joven, con toda la naturalidad del mundo, hizo lo que ningún hombre hacía entonces: si había que fregar, fregaba; si que barrer, barría. Tenía anillos, pero no se le caían. Enaltecía los quehaceres más prosaicos. ¿Quién sino él hubiera podido ennoblecer algo tan trivial como un trozo de esparadrapo? Lo usaba tanto para arreglar un objeto exquisito, un marco de plata o una pieza de porcelana fina, como para aislar un cable pelado.

Humilde sin remilgos.
Simpático sin estridencias.
Caritativo sin ostentación.
Místico sin mojigatería.
Cercano, respetuoso, generoso, noble.
Cariñoso, optimista, poeta.
Y guapo

Francisco, mi marido, siempre ha dicho de él lo que todos pensamos: que puede que haya alguien más bueno (desde luego, no mucho más), o  más sabio (desde luego, no mucho más), o más culto (desde luego, no mucho más), o  más inteligente (desde luego, no mucho más), pero que se den todas estas cualidades juntas en una persona, y en tan alto grado, es difícil, muy difícil. “Es la persona más cercana a la perfección que he conocido”, afirma, sin dudar.

Nunca faltó su ayuda a nadie: marineros de Lepe, amigos de Ayamonte, Hermanas de la Cruz, salesianos de Ronda, hermandad de la Virgen de Villaverde, familia de Ardales, de Cazorla… Hace unos días estaba yo en la tienda de un anticuario en Ronda; me presenté como hermana de Fátima, a la que yo sé que conoce. Se quedó pensativo, como buscando la relación, y después, con los ojos brillantes, exclamó: “¡Entonces usted es hija de don Segundo!”, asentí y siguió: “Mire, se me ponen los pelos de punta al recordar el favor tan grande que hizo a mi familia”. Me lo contó… yo no sabía nada; ese caso, como habrá tantos otros, era nuevo para mí.

Pasó por la vida transmitiendo amor con la misma naturalidad con la que la lluvia riega los campos.

Le dijo a Fátima y a su médico, Juan Manuel de la Vega, que no quería que se le prolongara la vida artificialmente. Me consta que intuyó la muerte de su queridísimo hijo Segundo; yo creo que quiso morir antes de ver la tragedia que se avecinaba.

Ahora está a la derecha del Padre, participando de la Mesa Celestial, con muy pocos por delante, si acaso san Pedro, sor Ángela de la Cruz, san Francisco de Asís…

Y así con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer,
de sus hijos y de hermanos
y criados,
dio el alma a quien se la dio,
el cual la ponga en el cielo
y en su gloria;
y aunque la vida murió
harto consuelo nos dexó
de su memoria.

Estos versos, que tomo prestados de Jorge Manrique, describen exactamente como fue su muerte.  

A nosotros, como al poeta, nos queda su impecable recuerdo como alivio de su ausencia.


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