Opinión

José Becerra Gómez

No creo que la felicidad sea completa por mucho tiempo. Un estado feliz por simple predisposición humana  a lo cambiante por mor  de los sucesivos estados de ánimo a los que nuestras limitaciones nos abocan no puede prolongarse mucho tiempo.

Incluso cuando nos sentimos inundados de felicidad por haberse colmado un deseo largamente insatisfecho existe un mecanismo obstinado en el interior de cada cual que escarbándole en la conciencia le augura que ese momento plácido en paz y contento con uno mismo no puede ser muy duradero. La conciencia de esa certeza, de que  ese momento feliz por fuerza tiene que ser efímero obra en detrimento de ese bienestar anímico concebido y enseguida empieza a restarle enteros. Soy feliz en este momento por tal o cual cosa, pero empiezo a ser infeliz al instante porque pienso que algo ha de ocurrir para que ese venturoso estado acabe más pronto que tarde.

¿Quién podría afirmar que ha sido feliz durante toda su vida? ¿Quién podrá decirlo de su  niñez,  o de su juventud; no digamos de su matrimonio o de su  vejez? Incluso la afirmación “Soy feliz” suena a falsa, nos resulta pretenciosa: fatua. Y es por lo que la evitamos. Preferimos otras certidumbres, menos pomposas, más asequibles. Son las que se refieren a una situación que no hace falta aclarar que son perecederas: “Estoy contento”, “Me siento bien” o “Estoy alegre”. Eludimos la expresión feliz a conciencia. Es como si temiésemos pronunciarla porque hacerlo llevara implícita la necesidad de perderla.

Pienso que la felicidad jamás podrá ser un todo, sino una concatenación  de pequeños placeres vividos a través del tiempo. La suma de esos momentos fugaces  y que igualmente  se nos escapan con celeridad es la que nos proporciona el todo de la complacencia más acabada. Un atardecer de caleidoscopio glorioso, el roce de una mano querida, una sonrisa amistosa, abrir la bolsa de la compra y desparramar sobre la mesa de la cocina el fruto de la fecundidad de la naturaleza, las gotas de lluvia resbalando sobre el cristal de una ventana, el reencuentro con un viejo amigo, el disfrute de un vino viejo y de un antiguo libro…

Hay, incluso en la cotidianidad de la vida más amorfa, situaciones que nos sorprenden con los “frágiles aleteos del contento”. Alejados de las grandes aspiraciones con las que aspiramos a lograr que la felicidad nos sonría (amor, estatus social alto y boyante situación económica, salud y estado físico pletórico) existen otras situaciones menos ampulosas y con las que podemos encontrarnos cada día que nos proporcionan esa plena satisfacción con uno mismo y con lo que nos rodea.  Engarzadas unas en otras conforman la cadena del contento diario que es a lo que, en suma, nos es concedido pretender, dado nuestras flaquezas y las mudables circunstancias propias y circundantes que nos marcan indeleblemente.

Bienaventuradas  pequeñeces que engrasan los resortes ingratos de la vida.


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