Opinión

Me cago… En la universidad

Manuel Giménez.

Qué tranquilo me he quedado. Dicho así, en frío, además de una grosería, parece la típica salida de tono de quien no emite un juicio sino que, a través de un comentario sangrante, ajusta las cuentas a alguien que le ha tratado mal… Es verdad.

Para hacer un comentario tan soez, antes de nada, me he armado de valor y he buscado un modo de justificar mi horrorosa falta de gusto. Por si vale de algo, con el de hoy, me he examinado de 79 asignaturas universitarias.

Todo esto viene en parte porque, según la OCDE, los estudiantes españoles siguen a la cola de las universidades del mundo desarrollado. Es una lástima, pero parece que no nos gustan los libros. En el telediario de Antena 3 piensan que la causa está en la desidia el universitario medio y entrevistan a unos chavales que no parecen tener muy claro el tema. Hago algo de Zapin y la culpa se rifa entre los padres, el Ministro del Ramo y la sociedad, que nos oprime.

Pulso el mando de manera compulsiva en busca de otra explicación, de alguien que diga algo menos previsible. Pienso que quizá los de la tele podían haber ido a la salida de un examen a preguntar las razones del fracaso a mi profesor de Sociedad Internacional, al cátedro de Ciencia Política o a la Vicedecana de mi facultad.
Pienso de nuevo, a lo mejor quisieron hacerlo pero, claro, ninguno de ellos se presentó el día del examen.
Sí señor. Tres profesores universitarios de renombre, dedicados a jornada completa -no quiero ni pensar qué significará para ellos jornada parcial-, que no se presentan a sus exámenes, ni mandaron a nadie en su lugar. El último de ellos, precisamente, el sábado de feria. Después de hacer 600 kilómetros para hacer el examen, al profesor se le olvidó asistir. Es (era) su única obligación en la vida y se le pasó. Tiene tan dura la cara que, cuando fui a pedirle amablemente explicaciones, no se molestó ni en inventarse una excusa.

No me dio ninguna otra explicación, como no me la han dado tantos otros profesores, ni dentro ni fuera de las aulas, en los últimos siete años. Siete cursos completos en los que, asignatura tras asignatura he visto, frente a mí, una persona subida en la tarima con más ganas que yo -todavía- de que sonara el timbre para salir corriendo de allí. Grises. Sin más intención en el curso que demostrar a los forasteros quién era el sheriff del aula. Grises. Blandiendo el arma del temario, a sabiendas de que ajustará cuentas contigo, el destino y tu caluroso atardecer de verano color rojo suspenso.

No es justo, obviamente, meter a todos en el mismo barco, que nadie me malinterprete. He disfrutado de profesores excelentes que me han cambiado la vida, dictándome ejemplos sobre su modelo de vida, que yo intento imitar. Pero han sido minoría

Me inquieta que la culpa sea del ministerio, el aula o los alumnos y creo que debo ser honesto. Hay mucho caradura que vive de la universidad, que no investiga, da clase por obligación y piensa que repartir 800 folios en lecturas es ser Ginés de Los Ríos.

No digo que les falte razón cuando en sus protestas contra su pírrico sueldo o el desinterés estudiantil.

Sólo digo he visto pasillos llenos de estudiantes haciendo cola para apuntarse a las clases de maestros estupendos. Los mismos a quienes se acusa de dejar pasar su vida en la cafetería de la universidad.


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