Opinión

Mi abuela querida

En unos días votaremos otra vez. Y van… ni lo sé ni quiero saberlo porque ha servido para poco. Al menos para bien poco a nuestro pueblo: Ronda

Pedro Enrique Santos Buendía reflexiona sobre la situación en la que está actualmente Ronda.

En unos días votaremos otra vez. Y van… ni lo sé ni quiero saberlo porque ha servido para poco. Al menos para bien poco a nuestro pueblo: Ronda. Tal vez les haya salvado la vida o sacado del paro permanente a demasiados personajillos que han ocupado el Sillón sin méritos y gozado de un pasajero poder. A más de uno le habrá procurado un buen colchón plateado para encarar el futuro. A Ronda muy poco y serios perjuicios.

Cómo no tengo el ánimo, ni es tiempo ya, de remover conciencias o convencer a nadie de lo importante que es votar con sensatez, voy a hacer volar mi pensamiento de hoy a los aires del ayer recordando una votación histórica. La primera en que me impliqué.

Corría diciembre y el año mil novecientos sesenta y seis estaba a punto de alcanzar su meta. Hacía frío, mucho frío en aquellas casas pensadas para un permanente buen tiempo y que en invierno se convertían en congeladores.

Los movimientos políticos andaban revolviendo el Régimen. Los jóvenes universitarios, sobre todo en Madrid, muy cansados de no poder difundir libremente sus pensamientos y expresarlos, andaban revolucionados. La nación pedía cambio.

Franco y sus ministros decidieron hacer algunos en el sistema que permitieran su supervivencia sin alterar demasiado el panorama. Se redactó una especie de constitución que debería ser refrendada en un referéndum. El lema era muy sencillo: se pedía el Sí a Franco, las posibles respuestas sí o no.

Yo siempre he sido crítico, no lo puedo superar, con todo y en especial con quien ejerza el Poder, de cualquier tendencia. Revolucionario no, rebelde. Qué le vamos a hacer.

Al empezar el bachillerato vivíamos en casa de abuela y yo entré en El Castillo. Poco después destinaron a mi padre a Sevilla y a mí me dejaron allí para no perturbar los estudios. Pasé todos los inviernos bachilleres con mi abuela y los tres hermanos pequeños de mi madre, más jóvenes que ella y solteros.

Abuela era una persona notable y de gran cultura. Cantaba como los mismos ángeles y estuvo a punto de debutar en la Scala de Milán como soprano. La rigidez de las costumbres de la época lo impidió por la mala fama atribuida a las artistas en general. De familia bien acomodada se había quedado casi sin fortuna y vivió con muchas estrecheces. Era un modelo de administración para aprovechar hasta el último céntimo y eso la volvió bastante estricta con sus hijos  solteros, a los que les dejaba la correa muy corta.

El horario escolar de 9,15 a 20,30 horas (con hora y media libre para comer) todos los días, incluido el domingo en que debíamos ir a misa, a los deportes, a la bendición y al cine, nos dejaba poco tiempo libre. Suficiente.

Rigurosa con sus hijos pero muy liberal conmigo me daba a leer los “libros prohibidos” y todos los que creía interesantes de su biblioteca, a escondidas de mis tíos. Y charlábamos de lo divino y humano cuando estábamos los dos solos en casa, que era casi siempre.

Fueron unos tiempos maravillosos para mí, sin el control de mis padres y libre para pensar y actuar. Siempre fui reservado y tímido y me volví muy independiente, lo sigo siendo para bien o para mal, y discutidor, práctica en la que nos empeñábamos tres compañeros de clase siempre que podíamos.

Abuela era muy franquista, lógico, lo había pasado muy mal en el caos de la república con persecuciones y atentados a su marido, mi abuelo. Perdió a su padre y a su único hermano, a muchos familiares y a un sinnúmero de amistades. La guerra fue una tragedia, pero inevitable tras tanto disparate. Para ella Franco significaba el orden y la tranquilidad.

En los días previos a esa votación del día catorce, la primera de la mayoría de los españoles y cuyo ejercicio no recordaba ya el resto, discutimos mucho sobre qué votar, ella no yo, pues todavía me faltaba mucho para los veintiún años exigidos.

Yo le decía que el resultado sería escandaloso y próximo al 100% de los síes, lo que así fue, y que se precisaba, aunque solo fuera por asustar un poco a nuestro gobierno, que hubiese un buen número de noes. Que para mantener más tiempo el Régimen resultaba imprescindible que abriera la mano de las libertades, que la gente, en especial los jóvenes, estaba muy harta de tantas limitaciones al librepensamiento, aunque las condiciones generales de vida hubiesen mejorado mucho.

Así un día tras otro, cuando me pongo aburro a las cabras. El día antes, muy cariacontecida y preocupada, me dijo que le había dado muchas vueltas y que me haría caso. Votaría no. No se lo dijimos a nadie.

Ese día, un día de diario, era obligatorio ir a votar y todo el mundo debía hacerlo independientemente de su condición. Como dije al principio hacía un frío polar. La casa de abuela se abría a la plaza frente al colegio, a poco más de cien pasos, y el centro de votación estaba en el Cuartel de Milicias frente al que se levantaba y sigue ahí el Convento de Las Clarisas, monjas de clausura que no salían jamás de él.

Aprovechando los primeros momentos del horario de votación las monjitas salían a cumplir con su obligación para no encontrarse con mucha gente. Yo iba al colegio y vi a varias, de dos en dos, muy recogidas y con expresión de susto en sus caras (al mundo y al demonio que sin duda daba vueltas por allí) que no se me olvidará.

Pasé toda la mañana pensando en mi abuela. ¿Habría sido capaz? Era una posición muy difícil que seguro la habría mantenido desvelada durante la noche. Esperé angustiado la hora de salida, era mi primera apuesta electoral y las encuestas estaban muy oscuras. Dieron la una y media y salí a escape.

Cuando llegué a casa la busqué. Sin palabras la interrogué con la mirada. Una señora tan mayor (de mi edad actual), que ya era considerada vieja desde muchos años antes, frente a un jovenzuelo impertinente que había intentado retorcer sus convencimientos en aras de un dudoso futuro y al que debía responder.

¡No he podido!, me dijo. Nos abrazamos casi llorando.

Pedro Enrique Santos Buendía  (A mi hija Lucía)


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