Opinión

De intolerantes a intolerados. Un proyecto apocalíptico para las sociedades mordazas (Francisco Javier García)

El número tres de Hitler se llamaba Goebbels, y bueno…Goebbels era un hombre muy nervioso y cuando escuchaba la palabra cultura echaba rápidamente mano de su revólver. En su enferma mente, Goebbels pudo concebir la más infesta maquinaria de propaganda de prensa que el delirio humano haya sido nunca capaz de crear. El siempre pensó que se encontraba en estado de gracia, aunque lo que tenía era un grave problema de control de sus impulsos, y bueno… la verdad es que yo no llegué a conocerlo mucho.

Alexandr Isáievich Soljenitsin, excepto el día en que recibió el Premio Nobel de Literatura, nunca gozó del culto personal y del poder que en vida tuvo Goebbels, pero tenía unos ojos fríos e infinitos, y en su mente el invierno informe y la noche siberiana habían adquirido dimensiones enormes y nocturnas, que sólo las luces de los coches celulares policiales iluminaban desde las remotas noches moscovitas en las que una pesadilla sin límites evocaba las voces de vecinos que enmudecían, heladas en sus gargantas aún antes de ser concebidas, sin atreverse a denunciar cómo sus conciudadanos eran arrinconados en infectos trasteros ante un silencio cómplice, un insoportable silencio estruendoso en el que a cada acción de la policía política del régimen respondía una conciencia histórica ciudadana que abdicaba en la espera y en la reflexión histórica como en una dialéctica fructífera con la que afrontar el futuro. “Si al menos hubiésemos gritado en el silencio de la noche…” Soljenitsin murió con los ojos fríos e infinitos, pensando que el Gulag era una remota abstracción que nunca debió haber ocurrido y que la gran deuda de la Historia como enseñanza no era el documento fehaciente de salir del encierro siberiano, sino la inexcusable acción de “salir con la mente intacta”.

Haroldo Conti no murió en su cama con los ojos abiertos, ni llegó a construir una gigantesca maquinaria de propaganda política, porque tuvo la mala suerte de publicar una carta abierta a la Junta Militar argentina justo en el momento en que Videla estaba tomando clases para aprender a leer el periódico…y cuando Videla mandó su guardia personal a casa de Conti para que éste le aprendiera a hacer una hermenéutica de prensa, le encontró sentado en una silla, esperándolos, consciente de que ya había labrado su futuro y que nunca se sabría nada más de él, requerido como había sido por alguien que en un alarde lógico sin precedentes había confundido de forma inocente perpetuidad y talento personal.

Pero nosotros, que hemos alcanzado en poco tiempo cotas impensables, comprometidos como estamos a restringir la arbitrariedad unipersonal, joviales, seguros y dueños de nuestras horas de libertad, como dueños absolutos de nuestra propia historia, el día que las leyes mordazas nos arrastren desde nuestras confortables butacas, aún podremos advertir a los sicarios que viniesen a llevarnos, que “como súbditos de lesa majestad bien nos podrán apretar, más no meternos prisas”.


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