Opinión

El precio de ser tontos (Manuel Giménez)

Entiendo que todos los maestros y profesores de primaria, secundaria y educación especial tengan una queja amarga con los cambios (los recortes) de los salarios y los recursos destinados a la educación pública. No sé quién puede pensar en que desabastecer la educación básica puede ser un ahorro en ningún sentido.  Hay una frase de Derek Bok que me produce algo de gracia y mucho de emoción: “si el conocimiento les parece caro, prueben con la ignorancia”, que lo tiene absolutamente todo de cierto. Si el coste de formar ciudadanos es elevado, ¿cuál es el coste de no formarlos? Para empezar, peores líderes políticos, a quienes se les exige menos, se les cree más y se les perdona casi todo. Cuando los ciudadanos no saben por qué eligen a sus gobernantes, ni saben los errores que se cometieron en el pasado es mucho más fácil que aquellos errores se repitan. Y que se cometan otros nuevos y más absurdos.

Cuando no hay ciudadanos formados, todas las instituciones tienen peor calidad. La justicia, la administración, los cuerpos de seguridad, se van poco a poco llenando de sujetos cuya ambición es mayor que sus principios éticos. Si no hay una sociedad civil emancipada de las estructuras, controlándoles porque sí, porque el poder pertenece al pueblo (no porque un juez vigile, lo haga la policía o los canales de televisión), las vidas de todos no sólo son peores, sino que son más caras.

En ausencia de ciudadanos formados, independientes y libres, la sanidad es un despilfarro de entrega indiscriminada de recetas, las obras públicas una ruina e incluso el cine, el teatro y la música son un desastre económico por falta de ideas (no por falta de medios).

Sin educación, no sólo no seremos líderes en la vacuna frente al VIH, ni el próximo gurú del nuevo Facebook será español, tendremos que echar el candado a las cuevas de Altamira o nos olvidaremos para siempre de quién fue el célebre guerrero andalusí Ibn Jusfun. También seremos peores padres –y no digamos peores hijos-, amigos intolerantes, discutidores cerriles, conductores violentos y mucho, mucho menos felices.

Ya está bien de preguntarnos cómo hemos llegado hasta aquí, porque la respuesta es bastante clara. Todos dejamos pasar de largo la situación, fuimos indolentes con quienes nos robaron y seguimos riendo la picaresca. Desde la del vecino a la del ministro.

De acuerdo. Hemos de pensar en cómo salir y cuándo saldremos. Exijámonos y exijamos responsabilidad.

Exijámonos trabajar más y hacerlo mejor. Los jueces juzgar más y más rápido, los médicos, los dueños de comercio, los funcionarios. Exijámonos hacerlo con alegría, fieles a nuestro carácter y nuestra historia. Ayudemos al vecino a levantarse. Leamos más, conversemos más, ocultemos menos.

Y entonces, exijamos Responsabilidad. Del alcalde que robó, del vecino que estafó, del compañero de trabajo que llega tarde a la oficina, se pasa una hora desayunando y siempre se marcha el primero. De los líderes y liberados sindicales. Bastará con que no nos olvidemos de los problemas cada dos semanas (¿quién se acuerda ya de Urdangarín?).

Que nuestro rencor nunca sea más largo que nuestra memoria. Que no se nos olvide perdonar. También a los corruptos, a los de otras comunidades autónomas, a aquel funcionario tan insoportable.

Seamos educados. O no iremos a ninguna parte


Un comentario en “El precio de ser tontos (Manuel Giménez)

  1. Juan

    Muchas veces, casi siempre, es más cómodo pasar por (o ser) tonto, y por ello pagamos ese precio. O quizá alguno más alto que no alcanzamos a cuantificar.
    Nunca miramos nuestro ombligo, «ladramos» pero sin mover un sólo miembro de nuestro cuerpo por batallar contra todo eso que usted dice.
    Lo suscribo plenamente.
    ¿Existirá algún remedio?

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