Opinión

El mayo francés (Antonio Sánchez Martín)

Ya bajo el imperio romano gran parte de Europa era una misma realidad política y sus diversos territorios (Lusitania, Hispania, la Galia, etc.) se administraban mediante cónsules enviados por Roma que ejercían su gobierno con respeto a las costumbres locales de cada territorio. Basta citar que el mismo Poncio Pilatos soltó a Barrabás porque era costumbre en Palestina liberar a un preso por las fiestas. Hasta finales de S.III, Roma se ocupó prioritariamente del control militar del territorio, pero a partir del S.IV, con la legalización del cristianismo por el emperador Constantino, los vínculos culturales entre las distintas provincias del imperio se fueron entrelazando, debido en gran parte a la rápida expansión que tuvo el cristianismo entre la población, al ser una doctrina que reconocía la dignidad del individuo en condiciones de igualdad y con independencia de que su condición social fuera noble o de vasallaje.

Tras un breve paréntesis en el tiempo, bajo el imperio de Carlomagno el cristianismo ocupa ya un papel preponderante en la cultura europea, extendiéndose más allá de los límites establecidos al final del imperio romano, que como sabemos concluyó con la invasión de los pueblos bárbaros. A comienzos del S.IX Carlomagno extiende sus fronteras hacia los pueblos eslavos, llevando a sus nuevos dominios el mensaje de bienaventuranza de la fe cristiana y dando lugar a una unidad cultural prácticamente idéntica, territorialmente hablando, a la Europa que hoy conocemos.

Luego, durante la Edad Media las órdenes monacales aplicarán esa doctrina evangelizadora de respeto al individuo y de ayuda a los más necesitados (fraternidad cristiana) a lo largo y ancho de toda Europa. El Renacimiento acrecentó el respeto por el individuo; hasta que, a finales del S.XVIII, la Revolución Francesa marcó el inicio de la Edad Moderna transformando en ético el mensaje de libertad, igualdad y fraternidad, que hasta entonces se había invocado desde la perspectiva moral de la fe cristiana. Ese mensaje, impreso ya en la genética de los ciudadanos, fue reivindicado directamente por el pueblo llano que se rebeló contra el absolutismo, y prueba de ello es que la Carta de los Derechos del Hombre y del Ciudadano se promulga pocos meses después de iniciada la revolución, en mayo de 1789.

Las ideas revolucionarias francesas se expandieron con facilidad, y la concienciación de libertad e igualdad en los individuos que integraban la sociedad de aquella época condujeron a la abolición de la esclavitud en los nuevos territorios americanos y al derrocamiento de monarquías y de regímenes absolutistas, tanto en Francia como en España, donde se abolió la Inquisición mediante la Constitución Española de marzo de 1812, “La Pepa”, curiosamente porque esas ideas revolucionarias fueron exportadas por la misma invasión napoleónica del territorio español.

Así pues, después de veinte siglos de concienciación social, los principios de igualdad, fraternidad y libertad forman ya parte intrínseca de la genética de los europeos. Prueba de ello es que apenas un siglo más tarde, con el inicio de la revolución industrial, las masas proletarias se levantan contra las condiciones abusivas y de explotación impuestas por la nueva burguesía que surgió en Europa después de la Revolución Francesa. Frente a esa lucha de las clases sociales, que amenazaban el enriquecimiento de los más poderosos y del estado, aparecen dos movimientos totalitarios dirigidos a someter a los ciudadanos: el comunismo y el fascismo, que perduraron hasta bien entrado el siglo XX, donde la II Guerra Mundial y el insostenible empobrecimiento de la población, respectivamente, acabaron con uno y con otro.

De aquellas ideas revolucionarias francesas surgieron tras la guerra mundial las democracias occidentales, que acabaron por extenderse incluso a los antiguos países comunistas europeos, adoptándose entre estos estados vínculos comerciales que cristalizaron primero en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, cuyo tratado se firmó en París, -¡oh, casualidad!-, en abril de 1951, constituyendo el germen del Mercado Común y posteriormente de la actual Unión Europea, donde los estados que la integran se regulan económicamente mediante un sistema capitalista que confiere a estos países el carácter de “sociedades de mercado”.

Incido profusamente en esta exposición histórica para que los políticos comprendan las razones de su desencuentro con la sociedad actual: La primera, es que los individuos que integramos las sociedades occidentales modernas, y en particular la europea, llevamos implícitos en nuestros genes la igualdad, la dignidad y la protección a los más desfavorecidos, principios que emanan de nuestra cultura y de una conciencia social que echa sus raíces en principios cristianos que llevan vigentes más de veinte siglos; y la segunda, es que nuestra condición social es la de ciudadanos y no la de súbditos ni vasallos de ninguna monarquía, ni de ningún poder totalitario, como antes hubo y ahora parecen que amenazan con volver, según se desprende del discurso de los principales dirigentes europeos y de las medidas adoptadas desde sus gobiernos contra los ciudadanos, alegando lo que ellos llaman el “respeto a las leyes del mercado”.

Porque desde que comenzó la crisis, provocada por la codicia desmedida de la banca y del sistema capitalista en su conjunto, la mayoría de los líderes europeos han cometido el inmenso error de situarse al lado de esos “mercados” y de adoptar medidas que lesionan gravemente el bienestar de los ciudadanos, llegando a recortar principios tan básicos e irrenunciables como el derecho a una vivienda digna, a la salud, a la educación, e incluso a la libertad personal. Baste recordar la propuesta del derrocado presidente francés de limitar la libre circulación de los ciudadanos europeos a través de sus fronteras invocando amenazas contra la seguridad nacional francesa.

El posicionamiento del poder político al lado del poder económico no es nada nuevo, y ya, a mediados del pasado siglo, en mayo de 1968, los jóvenes franceses tomaron las calles de París para protestar por ello. De aquellas manifestaciones, comparadas por muchos como una nueva revolución francesa, y que gracias a los medios de comunicación se difundieron con mucha más agilidad y prontitud que lo hicieran en su día las ideas revolucionarias de 1789; de aquellas manifestaciones, -digo-, quedó un lema: “Haz el amor y no la guerra”, que aparte de su ironía, reivindicaba una vez más los principios culturales de Europa, porque esa frase abarca completamente las ideas revolucionarias de libertad, igualdad y fraternidad, opuestas al sometimiento y a la pobreza que causan las guerras.

Hace ahora siete años, también en un mes de mayo, los ciudadanos franceses rechazaron mayoritariamente la nueva Constitución Europea que se les proponía, sencillamente porque esa Constitución a ellos no les aportaba nada nuevo después de haberse ganado a pulso la libertad y de crear la democracia hacía ya más de doscientos años. Ha sido también en mayo cuando el pueblo francés ha pasado por la guillotina de las urnas al presidente Sarkozy, tan pronto como los ciudadanos percibieron que su política podía afectar y limitar gravemente los principios de libertad, igualdad y bienestar común que los ciudadanos europeos, y en especial los franceses, consideran de su patrimonio.

Ya empiezan a encajar las piezas del puzzle, y muchos comprenderán ahora que la derrota, o mejor dicho “la victoria insuficiente” del Partido Popular en las pasadas elecciones andaluzas, tiene la misma causa aquí que en Francia, y que esa causa no es otra que el temor de los ciudadanos a ver amenazados sus derechos y la pasividad y tolerancia que observan en nuestros dirigentes hacia el poder económico, que amenaza con convertir al capitalismo en un nuevo sistema totalitario que limite las libertades y los derechos ciudadanos.

Nuestros políticos no pueden pretender que el pueblo entienda que se hable de “adelgazar” el estado y para administrar un estado más pequeño se siga precisando el mismo número de políticos. Ese es el problema: que nuestros políticos se han puesto de parte del capital y pretenden que sean los ciudadanos los que se ajusten el cinturón, sin que hasta el momento se recorte el número de cargos públicos, se supriman cámaras como el Senado (cuya actividad es redundante con los Parlamentos Autonómicos) o se impidan que los exdiputados, exsenadores y exalcaldes se recoloquen como gerentes en multitud de empresas públicas creadas artificialmente para convertir a la política en una profesión vitalicia.

Por eso ha caído Sarkozy y la próxima en caer será Ángela Merkel. Por eso caerá también Mariano Rajoy y su gobierno, -antes incluso de que transcurran los cuatro años de legislatura-, si siguen por el camino de ponerle el pie en el cuello al ciudadano en vez de a los bancos, a los que por el contrario se les inyecta dinero público mientras éstos desahucian de sus casas a los parados o se enriquecen con comisiones e intereses abusivos.

Así no. Afortunadamente los ciudadanos europeos, -los españoles también-, hemos aprendido a votar y ya lo de menos es si los políticos son de derechas o de izquierdas, pues aupados al poder poco se diferencian unos de otros. Seguirán rodando cabezas, como rodaron hace dos siglos en la Bastilla parisina, y como ruedan cada vez que los electores tiran de la cuerda y dejan caer la guillotina del voto de castigo contra la cabeza de los dirigentes que amenazan sus intereses. Y me temo que seguirá siendo así durante bastante tiempo, al menos mientras la cuerda de la guillotina electoral la sostengan los ciudadanos. Y contra eso poco podrán hacer nuestros políticos, salvo robarnos la democracia.


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