Opinión

Epitafio para una guerra (Antonio Sánchez Martín)

A mi suegra le mataron al padre al comienzo de la guerra. De la Guerra Civil española, se entiende. Le mataron al padre y a un hermano de éste en el asalto al Cuartel de la Montaña, en Madrid. Hasta ahí se podrían considerar víctimas de una acción de guerra, pero luego, por pura represalia, los milicianos del Comité de Defensa de la capital madrileña detuvieron a los otros tres hermanos de la familia y a uno le mataron en la cárcel, a otro en Paracuellos del Jarama, y al menor de todos le mataron con apenas quince años cumplidos. Nunca se recuperaron sus cuerpos.

A Concha tampoco le ha sido posible recuperar el cuerpo de su padre, setenta y cinco años después de que los falangistas fueran a su casa a buscarle para matarle. Su asesino estuvo durante años luciendo sin disimulo el reloj que le robó a su padre después de quitarle la vida. Así, con total descaro, sin avergonzarse de su propia monstruosidad, presumiendo incluso de ella en nombre de no se qué gloriosa cruzada contra el marxismo.

A Don Antonio Mohedano le detuvo uno de sus antiguos alumnos. Don Antonio y otros salesianos eran profesores de las Escuelas de Beneficencia de Santa Teresa, aquí, en Ronda; donde se ensañaba a leer y escribir a los hijos de los obreros que no tenían dinero para mandar a sus hijos al colegio. Días más tarde, con las manos amarradas por alambre, le sacaron junto al resto de sacerdotes del Hostal El Progreso, en la rondeña plaza de Carmen Abela, (-el edificio aún se conserva-), donde les tenían retenidos. A unos les mataron en la cuesta del Gómel, cerca del plaza del Campillo, y a otros en un solar cercano junto a un cartel donde se podía leer. “Muertos por no haber querido declarar”.

A María también le mataron a su madre una mañana del 36. Entonces tenía seis años y dos hermanas, una de doce y otra de dos años recién cumplidos. Aquel día su padre no estaba en casa porque “casualmente” la tarde antes le vinieron a buscar para que al día siguiente fuera a segar al campo. “También fueron a por él y lo llevaron preso. Mis hermanas y yo nos quedamos con mi tía hasta que meses después le dejaron libre porque no encontraron cargos contra él. El día que mi padre volvió de la cárcel me abrazó y no me soltó en horas, -relata María-. Mi hermana pequeña murió pocos días después”, víctima inocente de la miseria, del odio y, porqué no, también de la tristeza.

Aquella guerra no duró sólo tres años, sino que las represalias, -como en todas las guerras-, siguió causando injusticias y víctimas inocentes. Setenta y cinco años después, muchos de los familiares de ese medio millón largo de muertos que dejó nuestra guerra civil y las represalias del franquismo, aún no han podido recuperar los restos de sus padres o sus abuelos. Sus relatos son absolutamente estremecedores, no tanto por la crueldad de sus muertes, sino porque nos revelan con toda crudeza las consecuencias del odio cainita que se desató entre españoles, a veces incluso entre hermanos y miembros de una misma familia.

Los que ahora se niegan a que se abran las fosas comunes temen que la Memoria Histórica de nuestra Guerra Civil recuerde sólo a las víctimas del franquismo, cuando todos sabemos que en ambos bandos hubo asesinos que apretaron el gatillo. Unos, a las órdenes de los jefes de falange, en el bando “nacional”, y otros, al servicio de los comisarios políticos que dirigían a los milicianos en la España republicana.

No sólo el juez Garzón, -a quién ahora se le juzga en el Tribunal Supremo por reabrir parte de esa memoria histórica-, sino cualquier español de bien se avergüenza de esas páginas negras de nuestra historia y de tanta monstruosidad, de tanto sufrimiento inútil, injusto e injustificado. Setenta y cinco años después dudo que aún viva alguno de aquellos asesinos. Sólo queda pues devolver a las víctimas de uno y otro bando la dignidad que merece todo ser humano, -sin mirar el color de sus sentimientos ni sus ideas políticas-, y dejar que los hijos y los nietos de aquellas víctimas inocentes entierren dignamente a sus muertos.

Lo de menos será el epitafio que sus descendientes escriban sobre sus tumbas ni el color de sus banderas. Lo verdaderamente importante será el “descanso en paz” de todas esas víctimas, porque no se me ocurre otra forma mejor de enterrar los odios insepultos de aquella maldita guerra y que, setenta y cinco años después, rece sobre ella el único epitafio que todos los españoles de bien llevamos años esperando: “En memoria de medio millón de españoles que murieron víctimas de la barbarie y del odio fraticida durante la Guerra Civil Española”.


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