Opinión

Ética para una crisis: la Banca y los mercados (Antonio Sánchez Martín)

El dinero siempre fue un poderoso señor al que los hombres buscaron con codicia y sin descanso hasta conseguirlo, pero al inicio del tercer milenio de nuestra cultura el dinero parece reivindicar con más fuerza que nunca su papel de auténtico “Becerro de Oro” de nuestra civilización. Por él los hombres desataron guerras y mataron a otros hombres o les sometieron, robaron, engañaron, compraron voluntades e incluso dictaron sentencias torcidas a sabiendas de que eran injustas. Por él horadaron la tierra o cruzaron el mundo de parte a parte, y cuando lo encontraron lo defendieron con la misma falta de escrúpulos que emplearon para conseguirlo.

El dinero, o como ambiguamente se le llama ahora: “los mercados”, reclama en estos tiempos su papel de dios pagano que extiende su poder, -generalmente teñido de inmoralidad y de desgracia-, por el mundo entero. Pero el dinero, como en cualquier negocio de una “sociedad de mercado”, hay que saber ganarlo con esfuerzo y con riesgo; el mismo riesgo que asume un empresario cuando invierte su fortuna y se endeuda para montar una fábrica que le permitirá rentabilizar su inversión y de paso dar trabajo a un grupo de obreros que con sus salarios mantendrán a sus familias.

Antiguamente, los negocios en nuestra cultura consistían en trueques entre cosas y servicios que se consideraban de similar valor, pero desde que se inventó el dinero los hombres lo codiciaron cada vez con mayor ahínco, provocando una espiral sin fin de abusos e inmoralidades que algunos filósofos denominaron “la explotación del hombre por el hombre”. Consecuencia de esa explotación son las mafias al servicio de las multinacionales, que en los países orientales obligan a trabajar como auténticos esclavos a niños y mujeres en agotadoras jornadas laborales de más de doce horas.

Pero no hace falta irse tan lejos para encontrar una explotación similar en Occidente. Hoy, innumerables empresas de nuestro país ofrecen sueldos de miseria a jóvenes altamente cualificados a los que llaman “becarios”, como si con ello quisieran justificar que su aprendizaje tiene un precio que les descontarán de su salario; un salario ínfimo que traspasa la barrera de la indignidad. El fenómeno no es nuevo, y siempre hubo servidumbre que trabajó en las casas y cortijos de los ricos sin más sueldo que el sustento diario y un techo bajo el que dormir.  

Hoy, estos nuevos explotadores tienen caras distintas pero persiguen los mismos fines: enriquecerse con el esfuerzo ajeno pagando por ello lo menos posible. Y cuando hablo de cortijos y señoritos a muchos les resultará inevitable pensar en Andalucía y en tierras de terratenientes. Así fue durante años; pero hoy, aunque la “leyenda negar” de los andaluces continúa, los explotadores son otros: Pueden ser perfectamente los alemanes o franceses, que hartos de una elevadísima tasa de inmigrantes musulmanes a los que emplearon durante décadas en sus fábricas como mano de obra barata, empezaron, -después de los atentados del 11 S-, a considerarlos como una amenaza potencial para su cultura y su seguridad nacional y pretenden sustituirlos ahora por trabajadores europeos.

Así se comprende que las drásticas medidas de austeridad impuestas por estos gobiernos a los países en crisis vayan mucho más allá de lo humanamente razonable, arriesgando el bienestar social conseguido durante años y, lo que es más grave, acrecentando la gravedad de una crisis que ya condena al desempleo a más del 20% de la población de los países “periféricos” europeos, entre los que se encuentra España. La consecuencia es fácil de adivinar: A Francia, y sobre todo Alemania, ya está llegando esa nueva mano de obra “barata” que reemplazará a los trabajadores musulmanes, evitando de este modo potenciales amenazas terroristas asociadas al fanatismo religioso y otros inconvenientes culturales, como el “ramadán”, tan pernicioso desde el punto de vista de la productividad laboral.

Capítulo aparte en esta crisis de ética merecen los bancos, que son los auténticos administradores de unos “mercados” que pretenden imponer su ley y poderío por encima incluso del poder político que decidieron los ciudadanos con sus votos. Antes, los bancos hacían prosperar sus negocios con la rentabilidad que obtenían de las imposiciones de sus clientes; es decir, con el dinero que éstos ingresaban en sus cuentas corrientes, y con los intereses que cobraban por el dinero que prestaban a los empresarios que se arriesgaban a montar una fábrica o a los autónomos que abrían un negocio, generando así una cadena de riqueza cuando sus proyectos tenían éxito.

De no cobrar y dar las gracias a sus clientes por depositar su dinero en una cuenta corriente, los bancos han pasado a mantener sus oficinas mediante el cobro de elevadísimas comisiones de 24, 30 o 50 euros trimestrales por mantenerlas, o a cobrar cantidades similares cada vez que una cuenta se queda en descubierto o el cliente tarda más de un día en pagar el recibo de sus préstamo. Este año, hasta octubre, las comisiones bancarias habían subido en algunas entidades hasta un 20 %, cuando el IPC en el mismo periodo ha sido del 2,9 %. Lo lamentable es que el Banco de España no hace nada al respecto ni interviene contra estos abusos.

Muchas de esas entidades bancarias obligan a trabajar en puestos de cajeros o como administrativos a jóvenes becarios a los que despedirán cuando terminen sus contratos, demostrando así que lo de “enseñar” es una mera excusa para pagarles menos y cotizar lo mínimo posible a la Seguridad Social. Esos mismos bancos son los que desahucian y dejan en la calle a familias con tres hijos (caso de Bankía, hace unas semanas) exigiendo ante los jueces el embargo de su vivienda en cuanto se adeudan tres recibos de la hipoteca. Pocos bancos se paran a considerar que la mayoría de esos deudores lo son contra su propia voluntad, porque perdieron su empleo por culpa de una crisis que desencadenó la codicia desmesurada de unos “mercados” de los que ellos mismos forman parte.

Hoy, en la mayoría de los bancos la ética brilla por su ausencia, y están usando el desahucio, las reclamaciones y los embargos como un mecanismo más de enriquecimiento. Tras la ejecución del embargo, el banco se queda con el dinero cobrado hasta el momento, y como al inicio de un préstamo se pagan más intereses que capital, la deuda suele ser alta. Luego, el bien embargado sale a subasta por el 60 % de su valor, participando el banco en esa subasta a través de sociedades interpuestas. Al final, el banco se queda con todo: con el dinero, el piso, los gastos de la reclamación y la plusvalía que consiga al revender un piso que compró por poco más de la mitad de su valor.

En medio de tanto abuso se echa en falta un mayor control y una acción más decidida de las autoridades políticas. Para eso les votamos, para que nos defiendan, y no para que permanezcan impasibles ante los abusos del mercado. ¿Por qué no obligar a que los bancos concedan automáticamente una carencia en el pago de sus hipotecas a los trabajadores que pierden su empleo? O, como ya comenté en artículos anteriores, si todos los ciudadanos tienen derecho constitucional a una vivienda digna, ¿por qué no rescatar la figura de un Banco Hipotecario estatal que permita a los ciudadanos alcanzar ese derecho sin someterse a la codicia desmesurada de la banca privada?

Esa codicia la alientan, por ejemplo, los directivos y consejeros sin escrúpulos de algunos bancos y cajas de ahorros que después de haber arruinado por su mala gestión a las entidades que dirigían, ahora se “retiran” cobrando obscenas indemnizaciones millonarias. Luego, el estado tendrá que sacar de la quiebra a esas entidades, y hasta ahora ya llevamos gastados más de 157.000 millones de euros de fondos públicos para sanearlas y rescatarlas de la ruina.

Y no sólo los directivos, sino también los propios empleados de la banca son cómplices de las consecuencias que provoca el afán de enriquecimiento de las entidades para las que trabajan. Cuando reclamas en una oficina bancaria es fácil que el empleado se ampare en excusas típicas como que “es la política de la empresa” o que “son órdenes de Dirección”, pero como empleados bancarios han de ser conscientes de que esas comisiones desmesuradas agravan la ruina de los trabajadores en el paro, o de que una orden de embargo desencadena una cascada imparable de desgracias que acaban pagando las familias de trabajadores que perdieron el empleo. Siempre puede haber soluciones intermedias y tal vez sea mejor hacerse objetor de conciencia antes que ser cómplice de la desgracia ajena.


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