Opinión

Pena y media… O más (Ángel Azabal)

La semana pasada escribía un titulillo sobre ciertos aspectos políticos relacionados con la detención de cuatro de nuestros más ilustres barandas. Hoy, al hilo de aquello y sintiendo que no fue poco lo que quedó en el aire, diré, por decir algo, que no termino de entender por qué no se pudo impedir que los medios de comunicación apareciesen por las calles y plazas de Ronda mucho antes, incluso, que los mismos picoletos y maderos, y desde luego antes de que empezase el baile de carpetas, ordenadores y expedientes de obras. Comenzaba así una operación policial con el añadido de la pena de telediario. Menos comprendo aún que los medios más alejados de Ronda circulasen y pillasen cacho frente al Ayuntamiento varias horas por delante de los medios locales, que ya es decir. Cuando menos es sorprendente.

Padecemos y vivimos en una sociedad donde el informador, si quiere triunfar en el telediario de las tres, debe de tener tres gramos de osadía, dos puñados de mala leche y un máster en Sade. Sin el sulfúrico que supone exhibir a un reo entrando en el furgón de los maderos, la cosa se queda en nada. Si además se recalca que los detenidos son socialistas, pues ya tenemos el vodevil completo: no hay noticia que atraiga tanto como la posibilidad de ver un grupo de rojos camino del calabozo. Así somos. Y Gürtel y lo de Alhaurín son inventos…

La cuestión es: ¿quién dio el queo a la prensa nacional para que se apostara frente a los domicilios de algunos de los detenidos con una precisión más que sospechosa? ¿Hubo soplo de algún funcionario que comunicó la hora precisa del inicio de la función? ¿Acaso dio los nombres de las calles y los números de las casas, de modo que nuestros presuntísimos cayeran en la trampa de la cámara y aparecieran en los telediarios con cara desnortada?

Que cada cual purgue sus pecados, si los hubiera; pero no es propio de una democracia a la que tenemos por venerable y avanzada, ni se puede aceptar, diré también, que aquel martes de marras no se pudiera evitar el que alguno de nuestros presuntísimos fuese detenido en presencia de su familia.

De Perogrullo para acá es más que sabido que un ser humano, hiciese lo que hiciese, debe recibir lo que merece y siempre en su justa medida, pero no más, pues en ocasiones pudiera sufrir más escarnio y pena pública el que dio un palo de unos miles de euros —un decir— que el hideputa que reventó un cuartel de la Guardia Civil. Y no es eso, no es eso… La justicia por exceso se ceba en el reo con una vesania propia de otras épocas, al tiempo que las constituciones de 1812 y 1978 se vuelven burdos codiguillos de sangres y verdugazos. La justicia tiene que garantizar al detenido derechos inalienables, entre los que se cuenta la protección de quien es inocente mientras no se demuestre lo contrario, para que nadie, ni periodista ni enemigo, pueda aprovechar la desgracia para castigarle donde más duele, o sea en la familia.

Así que, señora jueza, o señor juez, o fiscal o cabo de los picolos u oficial de maderos, que amén de las sospechas fundadas que pudieran coincidir en los detenidos, la verdad es que alguien no cumplió sus funciones con el celo debido y, bien por acción, bien por omisión, se descuidó el humanismo que debe impregnar a las leyes. ¿Y si finalmente todo queda en casi nada, o en menos, como ya sucediera otras veces, y los detenidos resultan inocentes o no tan culpables? ¿Quién les devolverá lo arrebatado? ¿Quién les explica a sus hijos que bueno, en fin, que a veces hasta la Ley se equivoca? ¿Merecían los hijos de los presuntísimos, sus madres, sus padres y demás, merecíamos nosotros y merecían ellos mismos el circo que se montó desde mucho antes de que el sol saliera? ¿Se convocó a la prensa en medio de un sumario que se declara secreto? ¿Por qué? ¿No bastaba con detenerlos de modo discreto y ponerlos a disposición de la jueza?

Cuando la justicia no ampara al inculpado en derechos que le son consustanciales por el simple hecho de haber nacido, sucede que la presunción de inocencia se convierte en un chiste pergeñado en papel higiénico. Incluso dando por bueno que los delitos presuntamente cometidos por nuestros presuntísimos barandas fueran de la importancia que se les supone, no se justificarían ni el espectáculo del 27 de setiembre ni el caos de cámaras y micros que todos pudimos ver en televisiones y periódicos: había en el aire un hedor a podre que evidenciaba el hambre de sangre y mugre de una sociedad necrófila, funeraria, que necesita que hasta los familiares de los detenidos formen parte de un reality show que tiene mucho de Gran Hermano en plan Puerto Hurraco hortera.

Pido, y me atengo a las consecuencias de lo pedido, que el masca de los jueces dé las órdenes pertinentes para que se localice al presunto vaina que pudo irse de la mui y avisó a la prensa de las detenciones en Ronda antes incluso de que entrasen los primeros agentes de la UDYCO en el Ayuntamiento. Tan delictivo es que tres o cuatro listos pudieran haber hecho lo que no debían, como que se les condenara de antemano a la pena de telediario, en plan Alabama, vamos. Que se coman el marrón que les toque —si les toca—, vale, pero no más. Ni menos.


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