Opinión

Migas otoñales (José Benaojano)

Se resiste el frío y la lluvia por el sur, con más terquedad en la provincia de Málaga. Para la Serranía de Ronda, que no siempre acusa las inclemencias del tiempo como cabría esperar por su ubicación – paredes de las sierras de Grazalema que conducen las perturbaciones que proceden del Atlántico – el otoño se muestra particularmente suave y seco. Languidecen el Guadiaro y el Genal que avanzan mortecinos y debiluchos y en los pueblos por los que atraviesan la sequedad se acusa en castaños y olivares, los cuales sin pudor ofrecen a la vista la parquedad de sus frutos: ni la castaña ni la aceituna pueden presumir de su mejor momento.

Junto a la carretera que de Ronda culebrea hasta Benaoján, a la altura de la Cueva del Gato, que tampoco ofrece la imagen que se podía esperar si nos atenemos al calendario -el sempiterno charco Azul acusa la pobreza del Campobuche: el caudal subterráneo al desembocar por las fauces de la gruta sólo es raquítica muestra de su esplendor invernal –nos topamos con José, un pastor de cabras, más avejentado que viejo, de tez cetrina, de cuerpo achaparrado y andar despacioso, seguramente por el hábito de seguir el ganado por lo natural lento y premioso en pos de las briznas de hierba del secarral.

Llegan de forma nítida las campanadas del reloj de la iglesia del pueblo que anuncian la una de la tarde. Es la hora de la pitanza y en la charla distendida con el cabrero sale a colación un plato del que mi interlocutor dice poseer sobrado conocimiento en su elaboración. Son las migas de pastor, nombre que por sí solo refrenda la presunción de quien afirma poseer su fundamento ya que son propias de su oficio “ por lo que las he preparao más veces que pelos tengo en la cabeza”, me dice socarrón.

Con la paciencia con que un ornitólogo, bloc y boli en ristre se dispone a dibujar cualquier ave rara que se cruza en el cielo de su camino, me dispongo a anotar la receta que José me dicta entre chupada y chupada al “ducado” que pende de sus labios y que juega ociosamente en su boca desdentada: “ Hace falta un kilo de pan asentao, si es de dos o tres días mejor, dos cabezas de ajos, un cuartillo de aceite, agua y sal. Hay que poner el pan cortado en pedacitos en un lebrillo no muy grande y se rocía con agua hasta que se empapa, luego viene la sal y se deja reposar. Mientras se pone una sartén al fuego y se tuestan los ajos sin pelar: Es el momento de echar en la sartén el pan y se remueve todo con un cucharón hasta que las migas queden sueltas y no se asienten”, comcluye. Justo cuando con puntería certera coloca una piedra en uno de los cuernos de una cabra desnortada avisándola de su error.

Por sus parcos ingredientes fue este plato, casi siempre elaborado por manos masculinos, de enorme recurrencia en los años aciagos de la posguerra, si bien en épocas posteriores se acude a él más raramente, pero añadiéndole ya chorizo ya trocitos de jamón, bien indicativo de los nuevos tiempos. Con todo, siempre hay un regusto de volver atrás con delectación cuando las migas de pastor ocupan los manteles de ahora.


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