Opinión

Los increibles sonidos del Parque Natural de la Sierra de Grazalema (José Crucesblancas)

En un reducido pasillo, tapizado de verdes y frescos helechos que convidan al descanso y con él a la serenidad del ánimo, las aguas impetuosas de un arroyo (canuto) se abren pasos entre las rugosas paredes rocosas. Detenerse a contemplar y sentir la quietud del paisaje, oyendo al mismo tiempo los múltiples sonidos que nos otorga la Madre Naturaleza como graciosa dádiva, resulta una experiencia incomparable digna de ser grabada en la mente para regusto sensorial en lo venidero.

No es raro que alguna águila real, “saeta majestuosa”, uno de los animales más representativos de la zona se haga visible en lontananza. Es posible verla descender en vuelo grave y rasante por algunas de las pronunciadas laderas, hasta que inspeccionado el terreno surque de nuevo el cielo con la misma celeridad en la que apareció, hasta perderse en la espesura del bosque Dios sabrá con qué plácidas o tenebrosas intenciones.

La vegetación, propia del Mediterráneo es tan abundante como variada, si bien se observa un claro predominio del quejigal, el olivo y el carrascal. No es raro, sin embargo, el pino esbelto o el grave enebro. Si bajamos la mirada hacia el fondo del barranco aparecerán escalando el difícil roquedal el porte garboso de los tilos con sus enormes hojas que ahora, cuando la primavera toca a su fin, se despiden  con sus destellos amarillos de siempre.

El espacio protegido sobre el que me muevo pertenece al término de Benaoján, en la margen derecha del Guadiaro, flanqueada por la mole del Acebuchal en donde, en todo lo alto, se divisa en grandiosa panorámica las redondeadas formas de las sierras de Juan Diego y Libar. Uno de los lugares más  atractivos para la mirada de senderistas y excursionistas es el valle, a los pies, se abre camino silueteado por la cinta curvilínea y amena del río (que conoció tiempos mejores, todo hay que decirlo). La angostura se abre paso entre los collados y, abajo, pequeños huertos muestran su fresco verdor bien cuidados por  hortelanos que  siguen estercolando sus predios como se hacía antaño o se elabora el carbón vegetal con el mismo método tradicional de los antepasados.

Agucemos  el oído. El sol en el cenit. Muy lejano el murmullo apagado del río y mucho más cercano, quizás oculto en las ramas de un espigado chopal, el monótono cucú del avieso cuco macho buscando emparejarse o el nido fraudulento. Pero no es éste el único sonido mientras la luz del día se enseñorea del parque. Puede oírse el trino de la abubilla haciendo alarde de su grácil penacho de plumas sobre la cabeza, o el susurro apagado de la zurita o del alcaudón real de vistoso dorso rojo. La perdiz canturrea tras las peñas lejanas y el gorjeo de algún jilguero atrevido que se acerca sin miedo para refrescarse en el perezoso arroyuelo, abocado a desaparecer en pocas jornadas en cuanto el verano sienta sus reales en el valle. Un pastor somnoliento que aprovecha para descansar bajo la sombra de una corpulenta higuera canta una cancioncilla de amores despechados y sentimientos heridos.

Son distintos los sonidos de la noche. Al retornar al parque,  si la tarde ya está llegando a su fin, la naturaleza aparece trasmutada.  Es entonces cuando algunos de sus ocupantes vivos se retiran a sus aposentos, mientras otros, que durante el día han permanecido inmóviles y casi ocultos, irrumpen en escena con un inaplazable objetivo: alimentarse. El gato montés, mientras dura la penumbra en la que se encuentra a sus anchas, rastrea su territorio. El graznido penetrante del búho se adueña del bosque, lo mismo que el murmullo apagado del mochuelo, ojo avizor sobre las ramas de un olivo centenario. El meloncillo abandona su escondrijo y el crujir apagado de las hojas secas a su paso delata su presencia.

A pesar de la oscuridad reinante, la naturaleza sigue su curso y el paisaje en tinieblas  se llena de nuevos sonidos que duran prácticamente hasta el amanecer. Sonidos que en las calurosas noches del verano serrano, cuando la brisa salta de madrugada, acunan a los que duermen de cara al cielo y les conceden el más plácido de los sueños.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Te pedimos la "MÁXIMA" corrección y respeto en tus opiniones para con los demás

*