Opinión

Por el largo caminito (Manuel Giménez)

A mi tío Abel Miranda, que descansa sentado en una piedra, al final de su camino.

Desde las siete menos diez suena el despertador cada cinco minutos. Mecánicamente lo apago. “Levántate clavo. No, que estoy clavado…”. Sé que me había prometido salir temprano de casa esta mañana. Que llegaría por una vez con tiempo a mis citas y no olvidaría el móvil, la cartera o las llaves por culpa de las prisas.

El sol aún no ha salido, pero entra una raja de claridad por la ventana que apunta directamente al lateral de la cama, donde están los restos de un tiramisú de supermercado a medio comer. A nadie que me conozca le extrañará que me llevara el postre al dormitorio, que varios trozos se me cayeran por el suelo y ahora todas las hormigas de Nueva York disfruten de un festín de bizcocho y queso mascarpone. Para el duro invierno, imagino.

En ese primer momento en el que uno apenas puede con el peso de sus párpados es cuando sobrevienen todos los problemas habituales, agravados por el hecho de que hagas lo que hagas, probablemente mañana seguirán ahí. Exactamente igual que ayer. Los sueños que te estremecieron durante la noche, y que hasta hace un minuto parecían pura realidad progresivamente se disipan y olvidan. Has volado, o planeado al menos. Has buscado desesperadamente un baño, sin encontrar ninguno. Te has peleado, has regresado al colegio, has llegado tarde a exámenes de asignaturas que creías haber pasado hace años o has ido al trabajo descalzo – o peor aún, desnudo-.

Esta mezcla de sueño y vigilia te nubla la vista y, sentado en la cama, plantas un pie en tierra y te preguntas “¿Por qué?”.

Y en el suelo, hormigas. Describiendo una línea sorprendentemente larga que las trae y lleva de algún lugar ellas conocen y yo no. Siete y trece de la mañana y, con seriedad y entusiasmo – eso me pareció-, cargan bizcocho embarradas de pegajoso sirope hasta las patas y reemprenden el viaje. Ninguna protesta. Muchas han muerto o agonizan pegadas en el lateral del vaso unas; otras bajo el dedo gordo de mi pie izquierdo.

Las piso contrariado, enfadado. Les tengo tanta envidia que les retiro el dulce que ellas aún quieren disfrutar (también por una prosaica necesidad higiénica). Envidia de su facilidad para encontrarle sentido a sus vidas. Para que les merezca la pena sacrificarse por un trozo de un postre industrial fabricado en alguna factoría de Michigan con todos los conservantes y colorantes del mercado. De que les baste con mirar las antenas de la hormiga inmediatamente anterior para tomar sus decisiones. De que ni siquiera tengan decisiones que tomar. De que no puedan ser conformistas, ni rebeldes, ni intelectuales, madres de familia, paradas, jubiladas, enfermas o enfermeras. Sin una razón para levantarse, ni demasiadas para tener que hacerlo.

Su destino se cumple con hacer la fila. Después pueden morir tranquilas.

No pasan ni dos minutos desde que retiro el vaso, cuando ya no queda rastro de ni una de ellas. Quizá unas pocas que cargan chocolate que, por lo que se ve, es más pesado y trabajoso que el bizcocho.

Al regresar de la ducha, barro los restos del combate contra las hormigas y contra mis propias miserias. Unas las dejo en la basura. Las otras son las piedras de mi camino, con las que tropiezo muchas más de dos veces. Están iluminadas por un sol que ya se mete con terquedad por la ventana. Mientras las recojo cuidadosamente y las cargo en mi mochila sigue retumbando en mi mente la misma pregunta: “¿Por qué?”.

Por qué cargar todas las miserias y hacia dónde cargarlas. mis tareas por hacer, mis trabajos por entregar, las llamadas pendientes a mi madre; mis frustraciones, mis amores y desamores –que también pesan-, todas tienen su hueco.

Con un termo de café, con la mochila cargada y sin respuestas, bajo a la calle y tomo mi camino de todos los días. El largo caminito que me trae y lleva de un lugar que nadie conoce ni yo tampoco, hasta que desaparezco entre un río de gente. Como otra hormiga cualquiera, pero consciente de que me asomo al abismo de saber que llevo en la mochila piedras para comer. ¿Y por qué? Porque de lo que se come se cría, puede ser.


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