Opinión

Doscientas cartas de amor y una de perdón (Manuel Giménez)

Hoy te podría escribir doscientas cartas de amor y una de disculpa.

La carta primera tendría el rostro enjuto de Frida. Sería una carta doliente y atropellada. Con las venas tumultuosas, recorridas por una sangre oscura y espesa, punzante y llena de alfileres. No sería un tratado de estética, ni un refinado piropo, no crearía una escuela, ni le darían un premio. Ni mucho menos. Serían simplemente colores, el perfume del cacao y el café en los Altos y del mango en sus infinitos prados. Una carta que diera de beber a los bueyes que aran la tierra y cobijo a los campesinos que tienen el rostro agrietado por la sed padecida en las eternas jornadas en la milpa. Sería, por fin, un vestido de domingo en el andador, un lazo amarillo en el cabello y dos largas trenzas.

La segunda carta vendría con la música de un son jarocho improvisado. Cantaría un charro de bigote canoso, en cuya presencia nadie hablara injustamente de las damas. De damas como Chavela, claro.

Por sus letras se sabría la historia del Potrillo, aquel buen gallo borracho, pendenciero y jugador; de esos que a su paso dejan campos en los que no queda ni una flor. De esos que mueren acribillados a balazos en la puerta de una cantina. El cuento del Potrillo lo repetiría cada noche una banda de mariachis ahogados en tequila, llevando serenata por las ventanas que sirven de púlpito a los enamorados y agarre a los borrachos.

Sin duda, una de las cartas sería una mujer de ojos eternos. Sencilla y desnuda. Hermosa y  mexicana. Cálida y fría, Iztaccíhuatl.

Alguna de las cartas tendría que ser un tratado sobre la seriedad y las buenas maneras. En un escenario modelo, especial. Al abrigo del sol, un ambiente bohemio y reposado. Y en un susurro pacífico domar la superior fuerza del león que habita en cada indio indomable. Y en una mano la cerveza y en la otra ese licor de agave.

Para ser justos, tendría que escribir una carta de amor aprovechando la servilleta de un mantel de un botanero, si en los botaneros hubiera manteles. Poseído por Pacheco, Lizalde o Sabines, agruparía en rima asonante todos los platillos del menú: “Camarón al mojo, chile en nogada. Un taco de tinga, tortas ahogadas, / ¿hay quesadillas? ¿hay arrachera? / un guacamole, una enchilada, / Que el mole sea verde, o sea poblano / Estos frijoles no me gustan, ya se te apozolaron / Ya calla la boca, ¡llama al mesero! / ¿crees que haya mesa completa, sin algo de chile habanero?”

Decenas de cartas denunciarían a los caciques que se apropiaron del alma de su pueblo. Que lo hicieron ignorante y desgraciado, simiente de un inmenso y nada fortuito abismo entre los pobres y los ricos, los tontos y los listos. Cartas de verdad desesperadas remitidas al presidente y al gober bonito, a quienes poco o nada les importa. Cartas compuestas de nombres propios, anónimos. Una lista con todos los muertos por el narcotráfico. Los secuestrados, los atracados, los asustados y todos los malnacidos que se enriquecen desde una oficina en gobernación. Otra con quienes lamentan no poder tener una vida decente, lejos de las balaceras, de la prostitución endémica y la humillación. Cartas tan inútiles como necesarias.

Una carta le escribiría a mi familia, de güeros y quintanas. Limones y gonzález. A mi familia de AlSol. Al Joaquín y mi Mara. Se la entregaría a mi hermano que me encontré en Bruselas y nunca me abandonó. Mejor, la escribiría con él, ahogados en pulque, frente a la maderería del guaje. O, mejor, no la escribiríamos. La viviríamos entre todos y que alguien nos contara lo sucedido al día siguiente, en la terraza del Tío Abel.

Para la última carta, por fin, sólo pediría perdón. Ignoro si alguien ya lo hizo. Por aquellos que llegaron a trataros como esclavos. Robaron a manos llenas durante trescientos años. Perdón por quemar vuestros códices, dudar de vuestra inteligencia y masacraros. Perdón por no haber aprendido a mirar al cosmos con vuestros ojos. Perdón por abandonaros después a vuestra suerte. Perdón por no haber regresado jamás a preguntar qué tal estabais. Por no daros las gracias tras acoger a tantos españoles que tuvieron que huir de la miseria, de la Guerra de Marruecos y la dictadura. Perdón por no respetaros. Perdón por no amaros.

Pero ya está bien. Hoy cumplís doscientos años. Doscientos desde que México es independiente. Doscientos de poetas y boxeadores, doscientos de Marcos y la Ramona. De Madero, Laura Díaz, Cárdenas, Conin y la Virgen de Guadalupe.

Cuando hoy vaya a la cama, lo haré desde muy lejos. Pero soñaré que me despierto en la Boca del Cielo, y desde allí iré a tu casa, con el rostro descubierto y las manos limpias. Humilde, espero que puedas perdonarme. Echaremos trago por ahí, México lindo y querido -hoy que es tu cumple-, que digan que estoy dormido…

Y que me traigan a ti.


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