Opinión

La curiosidad mató al gato (Manuel Giménez)

Los americanos son esos gordos, rollizos, de piel sonrosada, voz ronca, hamburguesa y perilla. Lo son en el béisbol, en el fútbol americano, en los concursos de comedores de perritos y en toda reunión de más de dos personas.

 

Pero no sólo son eso. Me explico.

La imagen que os contaba es la que yo traje a este país. No es ninguna confesión deciros que los estadounidenses no me gustan. No me gustan, nada entre otras cosas, porque han construido un país dotado con la patente para practicar el integrismo social y religioso, basado en una Constitución absurda que da mayor importancia al derecho a tener armas que al de una vivienda digna, al trabajo o incluso a la vida. El país de la libertad, en el que blancos y negros tuvieron colegios separados hasta los años sesenta y en el que se aplicó la pena de muerte a menores de 18 años hasta 2002.

Con esta carta de presentación, es fácil entender que no me muriera de ganas por conocer su entorno, los acontecimientos que denotan sus “manifestaciones culturales”.

Resultó sin embargo que un día me invitaron a un partido de fútbol americano y era imposible negarse. No llegué a enterarme de si el equipo local era los Nets, los Mets o los Jets, pero allí me presenté. Con apenas doscientas personas más, me subí en un tren rumbo a New Jersey, donde acaban de levantar un magnífico estadio; enorme, lujoso, lleno de luz y de luces.

Ya en el tren, me sorprendió que fuéramos tan pocos, nunca creí que el fútbol americano pudiera despertar tan poca expectación.

Pero está claro que no tuve en cuenta que en Estados Unidos el transporte público sólo lo usan quienes no tienen para pagarse nada más. A unos dos kilómetros del estadio comenzaba un inmenso aparcamiento que literalmente se perdía en la distancia y donde se acumulaban, muy ordenados, miles de los típicos coches gringos rancheras y todoterrenos de potentes motores de gasolina. Casi todos tenían los maleteros abiertos y, a su alrededor, mesas y sillas de camping, gente lanzándose la pelota de rugby y cerveza, ingentes cantidades de cerveza.

Me llamó la atención que a nadie le importara todo aquel consumo de alcohol, con esta sociedad puritana estadounidense y que, para guardar las apariencias, a partir del descanso ninguno de los bares del estadio puede vender alcohol.

Hasta ahí, todo era como yo lo había esperado. Fui notando sin embargo que, desde antes de empezar el partido, hasta el mínimo detalle forma parte de una representación de comedia romántica colectiva. Los niños entran en el campo a recoger los restos de la primera pelota que se lanza, cogidos entre algodones; cien mil personas juntan sus voces en el himno; todos coreando los gritos de guerra del equipo. Y el invento funciona.

Por si algo faltaba, la estrella del equipo es un latino, razón suficiente para implicar a la comunidad latina. Otros muchos de los jugadores eran afroamericanos que enviaban mensajes en clave de tribu desde los videomarcadores del estadio.

Todos parecían unidos por el amor a su bandera, fuera cual fuera su origen. Así que, si todo les va mal – a los afroamericanos, latinos, a los americanos rollizo de toda la vida…- se organizan en torno a cualquier festejo, y así resisten la tormenta. No sólo se trata del fútbol americano, ni siquiera son deportes, sino de vivir en paz y mantener los sueños.

Y eso que queda del sueño americano, aunque sea un perrito caliente y una camiseta del quaterback latino de los Jets, algo les sigue impulsando a buscar cada día una nueva oportunidad. Y es admirable.

Dicen que la curiosidad mató al gato. A mi me sirvió para matar un prejuicio. Algo es algo.


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