Opinión

A cerilla apagada (Manuel Giménez)

“La diferencia entre tú y yo, es que yo soy el astrólogo y tú el astronauta”, insistía un amigo en el bar. El tipo de conversación que uno debe dejar que vaya sola.

-Continúa, por favor.-

Sí. Personas sólo las hay de dos tipos. Astrólogos y astronautas. Esto es algo parecido, pero moderno, a lo que decía Colleridge sobre que los hombres nacen platónicos o aristotélicos. Platónicos son quienes confían en las ideas como realidades, parte de un universo, de un cosmos superior con existencia propia. Yo, obviamente, soy platónico. Luego están los aristotélicos, ésos que sólo creen en las cosas por nombrarlas. Cosas individuales, cosas sin más, aquellos para quienes la realidad es un premio de consolación mediocre con el que hay que conformarse por culpa de haber nacido tan defectuosos.

– ¿Pero no estábamos hablando de astronautas, hijo?-

Precisamente. Platón es el de las ideas, el de los conceptos abstractos, el reflejo de los astrólogos. Somos apasionados de la observación de una realidad que existe, pero que está por conocerse, miramos al mundo y tenemos  un conocimiento cierto sobre él, sin necesidad de experimentarlo todo. No hay que tirarse con un paracaídas desde un avión para entender lo que se siente. Basta con tener la imaginación suficiente. Igual pasa, por ejemplo, con el amor o el sexo. No es tan difícil la creatividad. Cavafis fue el poeta que mejor describió una tórrida noche de amor, pero fue un funcionario de hacienda que nunca estuvo con una mujer. Aún así, nadie como él describe la magia de la luz de una vela con una mujer en un hotel de París. Copérnico pasó veinticinco años encerrado en una habitación para descubrir cómo funciona el universo. Los astrólogos tienen algo más de analíticos y reflexivos que de acción, y quizá un punto de voyeuristas. Confían en las ideas de los demás para construir una idea más grande entre todos; es la posición más inteligente porque, en una sola vida, no es posible tener el tiempo de vivir todas las experiencias posibles.

– Pero bueno, ¿y los otros?-

Los astronautas están hechos de otra materia. No creen que exista ninguna realidad absoluta. Por supuesto, nada que pueda verse desde un telescopio. Con un catalejo, todo lo que se puede saber de la Luna es su nombre, sin saber qué hay detrás del agujero desde el que se espía. Por eso, en cierta manera, el astronauta renuncia al conocimiento general, a saber algo de la esencia de las cosas, y sólo vive de la experiencia. Aunque los paseos espaciales del astronauta son un ridículo grano de arena en la extraordinaria concepción del cosmos de los astrólogos, son los únicos que saben que la Luna existe, y no es sólo una Elisheba, una promesa.

– Pues no me entero, ¿qué quieres que te diga?-

Es muy sencillo. Los astrólogos son las personas que tienen los sueños, los astronautas, los que alcanzan un sueño. Tan real que lo tocas con los dedos, tan limitado, que puedes tocarlo con los dedos. Los dos son importantes, pero somos tan distintos y nos entendemos tan poco, que a veces uno entiende que llevemos miles de años matándonos entre nosotros. Chiíes y sunníes; católicos y  protestantes, izquierda y derecha, béticos o sevillistas. Así podríamos seguir, pero creo que has preguntado mucho. Dime ahora, tú, ¿de quien eres?

En ese momento se me pasan por la cabeza mil respuestas. Quizás decir una: Cuentan en la NASA que su mejor profesional, Wheelok, cuenta que el espacio exterior huele a bizcocho chamuscado y a cerillo recién apagado. Quisiera decirle que me gusta el olor a fósforo. Pero no, sólo respondo; “¿y tú de quién eres? De Marujita, le dije yo a la vieja…”


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