Opinión

Encuentros en la tercera calle (Lucas Gavilán)

La otra tarde, meditabundo, bordeaba la muralla junto al Barrio tratando de evitar cualquier encuentro con amigos o conocidos, en reivindicación y complicidad absoluta con la soledad fresca y reparadora que se respiraba en el atardecer serrano. La contemplación de la solidez pétrea de la muralla evocaba e invocaba remembranzas de acontecimientos históricos pasados que hogaño yacen fosilizados entre los intersticios de cada una de sus piedras y en los libros de la historia local. Fue la reminiscencia el detonante que activó alguno de esos circuitos neuronales que bajo los pliegues de mi cansado cerebro plantean disquisiciones profundas y conflictos existenciales que posicionan frente a frente al Ser y la Nada. La verdad es que a veces se descuelgan de la hoja del calendario ciertos días en que uno no quiere ver ni escuchar a nadie, y la tarde del pasado sábado en lo que a mí concernía era uno de ellos. Existen días que nos bastamos con la inmanente compañía propia. Incluso nuestra propia compañía nos llega a sobrar. De vez en cuando sería bueno desprenderse de todo, hasta de uno mismo. Vacío de cualquier contenido ni el ego propio ni el ajeno puede dañarnos.

Dejando de lado aburridas elucubraciones existenciales, el caso es que, esquivo y mimético, tratando de confundirme con el paisaje, dejé atrás las murallas y enfile la calle Armiñán cumpliendo mi principal y único objetivo: no encontrarme con nadie. Lo mismo ocurrió en la avenida de la Paz: la surqué con suavidad y sigilo sin toparme con nadie. Pero el destino, traicionero y ruin, confabulado con el azar en oscuro contubernio, dispusieron de mutuo acuerdo desbaratar mis planes hálbilmente y amargarme la tarde emboscados en la calle Mariano Souvirón. Nada más girar a la izquierda, cercanos aún los ecos de la Alameda, daba mis primeros pasos por esa calle cuando de repente me encontré con un viejo amigo que no veía desde hacia diez años. Las primeras palabras que intercambiamos me pusieron en alerta y me hicieron temer lo peor. Desolado me cercioré de que nada de lo que nos unió en otro tiempo existía ya, que los días, meses y años transcurridos durante una década habían bastado y sobrado para asesinar aquello que en el pasado había sido una sincera amistad. Nuestra amistad no había conseguido superar la tupida y densa cortina de olvido que nos recubrió y separó en el decurso de los años.

Después de loas y lisonjas varias, el encuentro terminó concertando un nuevo encuentro en un garito de moda pésimamente decorado cuyo nombre prefiero callarme, de esos que dispensan alcohol y en el que hay que aguantar la tóxica y malsana columna de humo proveniente de un indeseable cigarrillo que algún adicto a la nicotina y el alquitrán blande en el aire, cual monumento gaseoso, tabaquil y levitante a la sinrazón, la enfermedad pulmonar y la autodestrucción humana, entre pausadas chupadas y exhalaciones insolidarias, desconsideradas, perniciosas e insalubres a las que no le importa lo más mínimo el consabido daño colateral infringido a todos aquellos, a los que yo pertenezco,  y que resignadamente somos nombrados y catalogados comúnmente como fumadores pasivos. Finalmente, tras varios apretones de manos y recíprocas declaraciones de buenos propósitos mi amigo se alejó calle Molinos arriba. Mirando su silueta disolverse entre los naranjos y los coches me preguntaba a mi mismo: “¿A que rayos sabrá una cerveza y una tapa de calamares con un viejo amigo que en la actualidad se torna como un autentico desconocido al que nada me une ya y del que me separan diez años con todos sus segundos, minutos y horas, y con sus consiguientes y subsiguientes dolores de huesos, sobrevenidos infortunios y estresamientos varios? “.

Y para no cambiar la nueva tendencia indeseada que dinamitaba y desbarataba mis ganas de estar solo, más adelante me encontré con otro conocido al que sin pararme esquive y driblé como pude saludándolo con la mano, y cuya estrafalaria figura dicho sea de paso emanaba por los cuatro costados cobardía e indecisión extrema y palmaria ante los problemas y ante la vida. Pero como el destino estaba realmente dispuesto a echarme a perder aquello que comenzó como un agradable y placentero paseo, por si fuese poco todo lo anterior voy y me encuentro con mi vecino del tercero. Su caminar parsimonioso y arrítmico reverberaba una lastimosa y denunciable falta de reciedumbre moral y una execrable falta de criterio propio a la hora de enjuiciar los principales problemas de este pueblo y de esta crisis que desde hace un par de años nos acucian y oprimen la existencia, convirtiéndose (el susodicho vecino) por su falta de iniciativa y de personalidad en un vivalavirgen, un cantamañanas y un veleta de mucho cuidado.

Estaba claro que todos aquellos que no quería ver parecía que se habían puesto de acuerdo para, uno detrás de otro, corporeizarse en Mariano Souvirón y amargarme definitivamente la tarde. Fue justo en la intersección con calle Sevilla donde apareció un ex compañero de trabajo. Instintivamente comprendí que lo mejor de todo hubiese sido no habérmelo encontrado ya que el corto lapso de tiempo comprendido entre las primeras palabras que intercambié con él fue más que suficiente para concluir rápidamente en defraudada, consternada y desilusionada síntesis que seguía siendo tan rastrero, artero, lamebotas, ruin, e hipócrita como en aquellos extensos años en los que permanecí a su lado durante nueve largas horas diarias de lunes a viernes, y donde con precisión suiza y puntualidad matemática el muy hijo de puta cada mañana a las diez en punto y sin lavarse las manos se metía entre pecho y espalda un descomunal y acidoestomacal bocata de morcilla o chorizo de Cantimpalo, salvo esos días que, entre rebanada y rebanada, introducía una aceitosa porción de tortilla de patatas en el caso de que la noche anterior le hubiese sobrado un trozo, que sobrar siempre sobraba, pues no es lógico engullir al completo y en solitario una tortilla de cuatro huevos que atenta contra el sentido común y contra cualquier dieta baja en colesterol, con el agravante añadido de alevosía y, sobre todo, nocturnidad, por realizarse tan temeraria y calórica ingesta durante la cena. La relación diaria que mantuve con este ex compañero de trabajo me hizo comprender en su día que la amistad laboral acaba por distorsionar y deteriorar el ambiente laboral, genera bandos, exige favoritismos y promueve y potencia la aparición de lamebotas y cínicos. Gracias a Dios que llevaba prisa, pues, según  me dijo, su actual jefe le había enviado a hacer un recado, circunstancia que precipitó que se marchase raudo y veloz como alma que lleva el diablo y que no desea contrariar ni demorarse en los mandatos de quien ordena en el banco el pago del importe de su nómina. Fue sin duda un golpe de suerte que llevase prisas y su deseo de no contravenir ni contrariar a su jefe porque me ahorré de escucharle desbarrar sus habituales barrabasadas en esa jerigonza infinita y exasperante que tanto le caracteriza y define. Aunque para mi mortificación y castigo  no me libré del todo, díjome antes de desaparecer que hace unos días quitáronle su bici de montaña mientras dormía y que sus actuales compañeros de trabajo prestáronle la suya en varias ocasiones, pero que como siempre gustole más la mía el próximo fin de semana pasaría por casa para llevársela. En fin, qué más puedo decir al respecto.

No me había recuperado todavía del encontronazo con el ex compañero laboral cuando escucho a mi espalda: “pschssss, pschsssss…. Lucas” “¡Virgen del Amor Hermoso!, ¿quién será?”, me digo a mi mismo. Giro la cabeza y me encuentro con una antigua novia que me abandonó por un rico terrateniente y a la que no había vuelto a ver desde hacían exactamente 21 años. No me dio un infarto porque todavía mi ángel de la guarda no habrá presentado su renuncia y dimisión, que si no me quedo tieso allí mismo. Sobrecogido contemplé lo poco que quedaba de sus pristinas y germinales ondulaciones y turgencias juveniles. El paso del tiempo había hecho estragos en su esbelta y curvilínea figura de antaño. Había engordado, su virgíneo pelo negro yacía bajo una densa capa de tinte rubio con mechas plateadas, y una patas de gallo junto a unas enormes gafas de sol adornaban lo que un día fueron unos lindos ojos pardos. “Los siento señora, no soy quien cree usted que soy. Debe de haberse equivocado”, le dije tembloroso, alelado y patidifuso. Y me marché con paso ligero y marcial en dirección a calle Infante. “¡Qué mala leche tienen los años!”, me repetía una y otra vez a mi mismo. Sé que me porte mal, pero no estaba dispuesto a lidiar con los despojos de un amor. Y si el terrateniente se bebió sus mejores años, que apure también el resto. Al fin y al cabo, en su día fui yo quien se quedó compuesto y sin novia. Así que preferí que permaneciese en mis recuerdos como en los viejos tiempos cuando era dulce, joven, simpática y hermosa, y no con su desvencijada y ajada imagen actual.

¡Maldita sea!, para una vez que uno sale a dar un paseo buscando esa brisa de aire fresco, ese soplo de vida y esa caricia divina con la que el crepúsculo nos obsequia y agasaja cada tarde para resarcirnos en la medida de lo posible de esa sacudida térmica con la que el tórrido sol canicular nos flagela y tortura durante todo el día, y tiene uno la mala suerte de encontrarse con todos aquellos fantasmas actuales y del pasado que lo mejor sería, por el bien de todas las partes, no volvértelos a encontrar ni por una sóla vez durante el resto de tu vida. A veces me dan ganas de irme a vivir a Igualeja.


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