Opinión

Los indígenas, los buenos, los malos

Que todo depende del cristal con que se mira, es una obviedad. Lo que no es habitual, es encontrarse de frente con una situación tan confusa que, por mucho cristal que se use, no hay manera de ver qué hay detrás. Eso nos ocurre a la conciencia de muchos de los cooperantes que, aquí en Méjico, hemos dejado atrás parte de nuestra vida para trabajar por el respeto de los derechos humanos sobre el papel de los indígenas en esta sociedad.

He oido hablar mucho, casi siempre a gente de posición algo distante, sobre la actitud altanera de los indígenas. Después de un pasado de opresión, tras el levantamiento zapatista les acusan de haber cobrado un complejo de superioridad que excede con mucho la conciencia de clase. Lejos de reivindicar el respeto de sus comunidades, les acusan de haber formado organizaciones seudo mafiosas que chantajean igual a gobierno, vecinos y turistas.

Parece una generalización interesada y simplista. Identifican zapatismo e indigenismo y, al final, no se sabe quiénes son buenos, quienes malos, ni regulares. Omiten que, entre los indígenas, no todos son zapatistas. Hay otros grupos activamente implicados, como los campesinos Priistas (afines al partido PRI),que instigan a los zapatistas y observadores internacionales, quizá amparados en el respeto conseguido por los zapatistas en su lucha durante los últimos 15 años. O quizás no.

El caso es que esta pasada semana, tuve que trasponerme dos días hasta Ocosingo, una de las ciudades en la periferia de la Sierra Norte de Chiapas y en el corazón de la lucha indígena. Allí se libró la batalla más importante en el levantamiento zapatista en 1994.

La carretera hasta Ocosingo serpentea por las laderas boscosas de la montaña, entre curvas vertiginosas, que ríete tú de la Carretera de San Pedro. Son más de dos horas de trayecto en unas camionetitas que prácticamente sobrevuelan el firme (llamar a aquello firme es una licencia poética), repletas de gente, a cada cual con un equipaje más aparatoso, en las que el cinturón de seguridad suena a nombre de galaxia lejana. Llena de indígenas y en un entorno propicio para una emboscada. O para un asalto.

En el viaje de vuelta, nuestro camión fue detenido al paso por el pueblo de Oxchuc. Nos precedían varios centenares de coches atascados detrás de un retén que yo no alcanzaba a ver. Las horas pasaban sin movimiento. Salí de mi camioneta, pero algunos miembros del piquete me cortaban el paso hasta el meollo. Después de un rato, la delegación oficial se acercó hasta nosotros. Quise hacer varias preguntas, pero todas se las trasladaban a un hombre muy mayor, que permanecía en segundo plano. Tenía mucho pelo blanco, los ojos copados por espesas cataratas y un lujoso bastón de mando. Lo tenían agarrado entre varios, que pareciera caerse si uno lo soltara. No hablaba español, o no quería hablarlo. No me contestó. Sólo al cabo de un buen rato, nos tocó atravesar el retén, a través de los clásicos neumáticos en llamas. Nos hicieron pagar 50 pesos, como colaboración, a cambio de un detallado pasquín, en el que se criticaba con dureza al alcalde del municipio, un tal Jaime Santiz, al que acusan de dejar morir a su gente de “hambre, de pestilencia y de atención”.

A la mañana siguiente, oí duras críticas en la radio contra los indígenas, instigadores del piquete. Unos pocos caciques locales, cuyo único interés está en las jugosas bolsas que obtienen de los resignados conductores. Una revolución quincenal de rateros cuyo peaje gastan en alcohol.

Es cierto que no es la primera crítica encendida y abierta que oigo contra los indígenas. Tan cierto como que jamás he oído hacer un distingo entre ellos. Y pagan justos por pecadores.

Pero ¿quiénes son los justos, y quiénes los pecadores? porque no sé con quién ir.

Como cuando, en la Guerra Civil española, con Madrid a punto de sucumbir al bando franquista, hubo un levantamiento anticomunista dentro de los mismos republicanos, “los Casadistas”. Allí nadie sabía ya qué responder en los retenes militares, al punto de que, desconcertados, todos contestaban “¿yo? ¡con los leales!”. Ya se vería leales a quién.

Si me hubieran preguntado por la cuestión indígena, después del retén de Oxchuc, “¡Yo, con los leales!”, habría dicho, contemplando la realidad detrás de una catarata tan espesa como la del anciano del bastón de mando del retén.

Manuel Giménez.


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