Opinión

La increible historia de Antonio y su reloj japonés

Antonio recorre con dificultades el camino que separa su comunidad de los cafetales que cultiva. Los cuarenta y cinco minutos de camino en coche a través de la selva chiapaneca le dan pavor, con unas curvas terribles y unas pendientes pronunciadas. Especialmente, aquelllas veces que no aparece ningún carro y tiene que recorrer la distancia a pie.

Como es uno de los mejores cafeteros de la zona, todo el mundo le quiere y le respeta. Además, no tiene problemas con el alcohol, a diferencia de muchos otros hombres de las comunidades cercanas.

Quizá por lo bien que se encuentra, y por lo difícil que le resulta hacerlo, sólo una vez en su vida ha abandonado el entorno de su comunidad. Eso me contaba, en un español con muchas dificultades, aprendido del oficio de negociar con el café, cuando lo subimos al coche de nuestra Fundación para acercarlo hasta su casa.

Me contaba que, hace algunos años, le preguntaron desde el gobierno mexicano -esto del gobierno él no sabe muy bien lo que es- si el café que producía había sido tratado con algún producto químico. Evidentemente, todo es natural, por lo que el gobierno decidió incluirlo en la representación mejicana en un congreso de productores de café orgánico, en Tokio.

Se subió en un autobús que lo llevó al enorme aeropuerto de la Ciudad de México y se embarcó, con escala en Dallas, rumbo a la ciudad más poblada y alocada del mundo, capital de los luminosos, los Karaokes, el Manga y los rascacielos. Y, desde aquel momento, la primera ciudad que Antonio pisaba.

Allí, tuvo que dormir en los pequeños hoteles-colmena que parecen tan habituales en aquellos países. Una pequeña cama, similar a un nicho, sin puertas ni ventanas, una televisión con Play Station únicamente en su interior.

Pero ni el claustrofóbico hotel, ni el majestuoso rascacielos en que se celebró el congreso, ni las luces, las japonesas, los coches, el ruido, ni la contaminación causaron la mínima impresión en Antonio.

Sólo una cosa le turbaba y no alcanzaba a comprender: El trascurso del tiempo. Cómo después de 19 horas dentro de la cabina de un avión pudo viajar en el tiempo y aterrizar en el día de ayer. Dónde se habían metido las horas. Qué había pasado dentro de aquella especie de camioneta que pareció elevarse en el cielo para que él hubiera regresado al pasado. Este viaje le abrió miles de puertas que nadie conseguía volverle a cerrar y que le permitirían continuar su odisea atrás en el tiempo y platicar con su madre, abrazar a sus hermanos.

Aunque un cansancio tremendo le entumecía todo el cuerpo, para Antonio ése no era un dolor presente, sino un dolor futuro que el padecía en su visita inesperada al pasado. No se creía la historia de los husos horarios, ni del cambio de hora. Por eso quiso capturar por sí mismo esa inconsistencia del sistema y corrió a comprar un enorme reloj blanco de pared marca Casio, que marcaba adecuadamente la hora del pasado en el que él se había metido. Así podía pensar que controlaba los acontecimientos, su pasado y su futuro.

Disfrutó los días del congreso de productores de café examinando a conciencia (y reloj Casio bajo el brazo) todas las increíbles formas, texturas, sabores y cualidades de los granos de café, traídos de todas las partes del mundo y, según él, de otros tiempos, pasados – fuera de su memoria-  y futuros.

Hasta su regreso, siguió obnubilado por su control sobre el tiempo, que tan poderoso le había parecido siempre. Siguió examinando las pequeñas semillas de café en sus manos, fascinado de sus propiedades. Mientras, caminaba por calles pobladas de rascacielos intrascendentes y postes de neón mudos, hacia un hotel formado de nichos.

El tiempo, cautivo en su secreter made in Hong Kong. Tan a su alcance como los granos de café, tan diáfano, tan sin secretos.

El salón de su casa sigue hoy coronado por su reloj Casio de pared, que aún marca la hora de Japón y que, en cierto modo, le ayuda a seguir luchando, desde que supo que nadie, ni el todopoderoso tiempo, es invencible.

Manuel Giménez.


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