Opinión

La Algaba de Ronda

Antonio Garrido Domínguez.

Para los que profesan respeto y devoción por la naturaleza, entre los que creo me encuentro, un pausado recorrido por la denominada Algaba de Ronda, un terrenal edén a un tiro de honda de los límites urbanos del barrio de San Francisco, presenta tan fastuosas singularidades que enumerarlas darían densa materia para más de un libro, de los que, justamente, ya hay algunos muy recientes en las librerías.

 

Remontándonos un poco a sus orígenes oficiales, digamos que el labrador, hacendado o simple roturador que al escriturarlas puso nombre a estas tierras, pecó de modesto o bien no acertó con el vocablo preciso que las definiera en toda su originalidad, algo que tampoco es fácil.

Sí es un bosque, desde luego, según la acepción del diccionario, porque no son espacios frondosos, ni exuberancia en las verdes espesuras que las pueblan lo que le falta, obvio con una sola ojeada.

Pero también el más lerdo diría sin temor a errar, que la Algaba es bastante más de lo que su estricta denominación podría sugerir; aún más, también, si tenemos en cuenta las reformas y logros que sus actuales propietarios, Juan Terroba y Juan Alba, -curioso y afortunado encuentro de similares nombres y de una misma propensión por el más ancestral de los hábitat- han sometido al lugar para recuperar el esplendor que, sin duda, años atrás tuvo, cuando la tierra era pan, refugio, fábrica y espectáculo fascinante y permanente para civilizaciones y pueblos con menos necesidades y más cuerdos que los nuestros.

El silencio allí, no es un silencio cualquiera, es una especie de mística comunión de la que participan suelo y cielo, nubes y alturas, aves encumbradas y silvestres flores, aromas desconocidos, resplandor de pétalos y brillo impoluto de hojas. Cuando surge un relincho, un mugido, un trote asnal de las espectaculares razas que allí se crían, como un envite más de la escena, no se rompe la quietud interminable que lo preside todo, sino que se integra en el silencio al instante, que lo es todavía más cuando cesa ese rumor placentero de vida sin sobresaltos.

Hoy que se da tanto el nombre de casas rurales, a las que sólo en contados casos lo son, aquí partiendo del antiguo cortijo, con exquisita maestría y encomiable gusto, se han construido unas luminosas viviendas, pequeñas, en las que priva la piedra del lugar en toda su desnudez y fortaleza, perfectas en su estructura y acordes en todo momento con el sorprendente entorno en el que se levantan.

Y no choca en absoluto, sino que se espera, en esta atmósfera anclada en otra época, ese espacio prehistórico en el que se reproduce y recrea la fabricación de las primeras herramientas con las que sobrevivían nuestros ancestros; ni de las ingeniosa viviendas, como una prolongación del terreno, en las que se refugiaban.

Uno siente una envidia tremenda cuando oye de boca de los propietarios que, de noche, no hay más sonidos que el del canto de los ruiseñores, o que cuando el viento cruza fugaz la copa de los árboles, cada uno de ellos desprende una melodía distinta, fantástica, inexplicable, nunca igual, que crea adicción en los que la escuchan. Y, asimismo, siente lástima de que tantas subvenciones oficiales emprendan un  oscuro camino de muy dudosa utilidad, necesidad y destino, mientras que otros proyectos, como es el caso, tengan que recurrir a un esfuerzo de años y a sacrificios familiares sin cuento para seguir adelante con una obra modélica, digna de encomio y ayudas, ya que son escasas las que pueden hacerle sombra.


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