Opinión

Vida Del Beato Electo Fru Antoñuelo

Francisco Javier García González.

Antoñuelo tuvo una infancia feliz como cualquier otro niño. Pertenecía a una clase media alta, como cualquier otro niño y poseía un arrogante aire despistado, como cualquier otro niño. Aunque en este dato, personas provenientes de distintos estratos sociales, edades, sexos, cultura y religión, no parecen coincidir. Los acontecimientos históricos vividos en su infancia hicieron que, como cualquier otro niño, se dedicara acérrimamente a la política.

Pero su espíritu independiente y altanero le llevó pronto, a diferencia de cualquier otro niño, a manifestar un presidencialista y soberbio aire solitario que le hizo enfrentarse con viveza a los diferentes intereses políticos y personales que constantemente se cocían en las trasnochadas formaciones políticas que frecuentaba. Su arrollador impulso personal y su desmesurado ímpetu, pronto le encumbraron como líder indiscutible y solitario, capaz de aunar el más arriesgado y vacío presupuesto teórico con la más tierna y maternal defensa de las tradiciones de su entorno. No tiene nada de extraño, pues, que un joven con este formato, en una zona rural subdesarrollada y soñolienta, víctima de los estragos de la guerra, pronto sembrara vientos y tempestades, avanzando como una división acorazada frente a los dubitativos y trémulos hálitos de sus provincianos adversarios. Y como no se vive del terruño, Antoñuelo pronto comprendió que el sastre político que le venía confeccionando los largos de manga era más un estilista del parque jurásico que el innovador diseñador evanescente que, a falta de chistera para fascinar al público arrobado y cautivo que presenciaba sus portentosas actuaciones, había de dotarle de las amplias mangas perfectamente diseñada para las vistas y no vistas actuaciones espectaculares en las que el arte del birla birlongo no era más que una excusa pueril para retar a los más despabilados rivales a encontrar los objetos más inverosímiles.

Actuaciones en directo, en las que macro objetos, como una urbanización completa, se hacían desaparecer ante la atónita visión de rivales perplejos que, ignorantes y a merced de la mediocridad más desfasada y carente de aliento místico, se veían impotentes y se negaban obstinadamente a reconocer, por la supina ignoracia que se manejaban estos provincianos barones, las nuevas, ocultas y desconocidas dimensiones en las que podrían haber sido depositados cuantos objetos aparecieran ante la oculta mirada de este nuevo y misterioso maestro de ceremonias.

La estela de cualquier vida marca una traza, y, pronto una conjura de causalidad, azar, necesidad y conveniencia política, enderezó el destino de aquel portento portentoso y le envió, como un objeto móvil que sólo puede recorrer un único camino, hacia la integración en una superportentosa y enciclopédica formación política especialista desde hacía centurias en administrar las almas de quienes lo apoyaban y de quiénes, por ignorancia o alta traición no se atrevían a dar el paso definitivo. Pero Antoñuelo, como cualquier otro niño, en un alarde de humildad que le honraba, no consintió en forma alguna el envite sino como número uno de la formación, y en el primer acto anunciado, Antoñuelo decidió afrontarlo sólo, sin el incómodo y encorsetado aparato del partido que entendía aún no estaba hecho con las medidas requeridas para su nuevo reto. Antoñuelo viajó sólo al lugar de la conferencia, y cuando llegó a la poblada y antigua plaza de la localidad que se honraba a sí misma con su presencia, sólo dedicó un instante a observar la enorme cantidad de edificios enclavados en la misma, todos de estilos diferentes, y ante los que incómodos turistas descargaban toda una fusilería de flashes en tandas despiadadas que más le recordaron una maquinaria insípida que trataban de inmortalizar la veleidad del lugar, que el momento solemne y único en el que la cristiandad, de forma definitiva, empezaba por fin a pisar fuerte. Era una tarde de gloria, así que ante el presagio fulgurante que le abría a nueva vida sin camino de retorno,  sin más dilaciones, se decidió a acceder sin demora al recinto que le esperaba para su magistral lección inaugural en la nueva formación que encabezaba.

Antoñuelo no percibió el silencio que llenaba el recinto, pero sí apreció la disposición de los asistentes, que se mantenían con la mirada fija en el frente, ajenos a la entradas o salidas que se realizaban. Estaban dispuestos en bancos alargados, perfectamente alineados, milimétricamente sentados unos junto a otros, en una actitud de reverente recogimiento que él les que agradeció interiormente, pues el día no había sido precisamente el mejor que podía haber tenido. En el centro de las hileras se abría un pequeño pasillo interior por el que interpretó que habían debido acceder los participantes hasta los asientos que ocupaban, aunque dada la longitud de las filas quiso pensar que hasta cada una de ellas se había llegado también por los pequeños laterales con los que comunicaban las dos hileras. Desde el pasillo a ellas se accedía por un arco alargado que estaba adornado con toda clase de volutas, pintadas en soberbios colores que a pesar de ello invitaba al recogimiento.

Antoñuelo echó un rápida ojeada, y la experiencia acumulada en este tipo de eventos le llevó a dirigirse instintivamente hacía el punto más alto, situado junto a lo que a él le pareció una pequeña fuente de mediana altura. Este punto elevado estaba enroscado a una enorme columna central sobre el que se alzaba hasta la mitad de la misma y justo en el centro de las filas que formaban los congregados. Hasta él se accedía por una pequeña escalera en caracol, que permitía ocultar al orador, justo a  mitad de la subida, de la mirada de los asistentes, quienes parecían querer seguir obstinados en permanecer absortos, en una actitud callada y contemplativa que, por una parte le preocupaba, pero que por otro lado agradecía, ya que parecían faltarle las fuerzas que otras tardes le habían impelido a actuaciones inigualables.

Desde lo más alto, Antoñuelo comenzó un discurso arrebatador, agotador y frenético ante las impasibles cabezas de los asistentes, que se obstinaban en permanecer mirando al frente, ajenos al foco de donde provenía la perorata. A diferencia de otros discursos, éste empezaba ya a procurarle un gran nudo en la garganta, y el sudor parecía conjurarse ante la gran cúpula que se desplegaba sobre su cabeza, así que a medida que avanzaba la tarde, Antoñuelo aprendió a no mirar hacia arriba, donde a diferencia de los que permanecían rígidamente apegados a sus asientos, sí parecía haber quien lo observaba. Sangre, sudor y lágrimas, la arenga avanzaba intempestivamente, cautivadoramente ante un público, que si bien no daba muestras de la más mínima conmoción, sí parecía dispuesto estoicamente a aguantar el tiempo que hiciera falta. De repente, uno de los congregados le preguntó que, por caridad, le dijera por qué había llevado el ruido y la furia hasta aquel lugar, y Antoñuelo le contestó que en la coyuntura política actual, sólo la implantación de un  partido único y fuerte de ámbito nacional al servicio de un solitario líder, sería capaz de liberarlo del terrible dolor de cervicales que como todos los niños venía padeciendo desde la más tierna infancia y, en ese momento, desde el púlpito, sin más intermediarios y ante la mirada inhóspita de su interlocutor, Antoñuelo empezó a elevarse sobre todos los asistentes, quienes cabizbajos y orientados hacia el pequeño altar barroco que presidía la Iglesia, no podían ya percibir cómo cada vez más y más Antoñuelo se convertía en un pequeño punto ascendente, un fenómeno inexplicable que describía un movimiento en espiral jamás contemplado con anterioridad y que de forma plácida, suave y llevadera le hacía ascender a los cielos.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Te pedimos la "MÁXIMA" corrección y respeto en tus opiniones para con los demás

*