Opinión

De cómo Bernardo volvió a reír

Manuel Giménez.

Lo que le queda de vida va a pasarla en la cárcel y sin embargo se ríe. La vida de Bernard Madoff no ha sido muy diferente de lo que la gente normal llamamos la puñetera gloria. El corredor de bolsa que ha perpetrado el mayor fraude financiero individual de la historia tenía todo lo que se puede desear en esta vida, material o espiritual. A sus 70 años posee un aspecto de aire deportivo que hace pensar en que apenas pasa la cincuentena. Fundó su empresa de inversiones con 5000 dólares antes de cumplir 30 años, cuando aún estudiaba derecho. Al poco de aquello contrató a su hermano y años después también empleaba a sus hijos y sus nietos. Cuenta que adora a su mujer y que a ambos les encanta practicar el swing en el Club de Campo de Palm Beach. Su barco tiene el tamaño adecuado y su apartamento en Manhattan tiene vistas a Brooklyn y al Empire State Building, aunque los fines de semana los pasa en Coney Island. Como los americanos de bien, dona enormes fortunas a obras sociales de la poderosa comunidad judía y es un generoso benefactor del partido demócrata. Guapo, educado, cultivado y de conversación interesante. Un buen hombre; mucho más que un cow-boy nacido del sueño americano.

Así fue hasta el día en que todo se le truncó. Los años de investigación más bien descuidada del FBI (casualidad o no) le estallaron en las manos y apareció su fraude. Sus propios hijos fueron sus delatores. También ellos han perdido sus ahorros; y no le han vuelto a hablar.

Lo han metido en una cárcel. Sin familia, sin amigos, sin más fiestas ni excesos.

En su nuevo destino, pese a lo que todo el mundo esperaba, su gentil aspecto sólo ha hecho mejorar. Cada foto para el registro penitenciario lo muestra más joven, más feliz y confiado.

La razón es que cuarenta años de ficción lo estaban consumiendo. Todos los placeres terrenales, la buena salud, la estabilidad familiar y las filantrópicas donaciones eran los frutos sembrados y recogidos por otra persona. Alguien que no era él. Se estaba bebiendo el champán de otro, con la mujer de otro y criándole a sus hijos. Los trajes no eran suyos pese a que, por alguna extraña razón, le sentaran como un guante.

El día en que la policía le detuvo, sólo se le permitió coger unos vaqueros, un par de camisetas y una gorra. De esta guisa se presentó ante el juez. Era la primera vez que no se sentía vestido con el traje nuevo del emperador, desde finales de los años sesenta. Por la prisión incondicional decretada fue conducido a su habitación; su primera habitación. Volvió a sentirse vivo y libre entre las rejas de la cárcel metropolitana de Nueva York.

Qué terrible condena debe ser estar prisionero de uno mismo, o de otra persona que eres tú, cuando la amenaza de cincuenta años de cárcel es una liberación.

El 16 de junio recibirá su sentencia definitiva, después de haber renunciado a defenderse, una condena firme a ser libre en prisión. Qué paradoja.

Una cárcel no es sólo un recinto con frases arañadas en las paredes húmedas de un calabozo mientras esperas que se te tome declaración. Una cárcel puede tomar las más diversas formas. La riqueza, la fama o incluso la felicidad pueden llegar a ser una tragedia. Basta con que, en el fondo, en tu interior existan motivos que te hagan sentir la pieza cuadrada que quiere entrar por el agujero redondo.

Debe ser frustrante perderlo todo a los 70 años. Salvo que, el mismo día que pierdes todo y no te queda nada, de repente vuelvas a ser.
Una fantástica realidad, que a Bernardo le dio risa.


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