Opinión

Perder la fe

Manuel Giménez.

Iba tenso un compañero por el pasillo. Llevaba unos papeles que parecían quemarle las manos. Caminaba inseguro, como el bebé que da sus primeros pasos y no sabe dónde apoyarse.

Llevaba en las manos una comprometida demanda contra el grupo empresarial de una de esas influyentes familias a lo Channing o Gioberti. Como tantas veces, su pluma había rellenado todos aquellos folios pero, ¡Oh, curiosidad! esta vez le habían invitado a firmar la demanda. Precisamente esta vez, que el nombre del abogado iba a ser tomado como un desafío al orden establecido por la rica familia. Lo lamentable de esta historia no es el pez gordo vengativo, ni el jefe acojonado que no es capaz él mismo de firmar una demanda. Lo verdaderamente grave es esto ocurre todos los días, en todos los puntos de este país.

Recibo de un cliente un acta de embargo de una casa familiar, en la profundidad del País Vasco. Se me hiela la sangre al ver cómo tratan a mi cliente en aquella tierra, que es su tierra, probablemente a causa de su apellido de rancio abolengo. Lo peor es que la resolución la firma un funcionario de la administración central. Un fulano al que no le importa poner en peligro, desde su oscuro despachito de cualquier ministerio en Madrid, la vida de mi cliente y de toda su familia, arrojando su intimidad a los pies del mundo radical abertzale con un acto manifiestamente injusto e ilegal. Pero para él es más fácil arrojar al noble bajo la piedra del arrijasotzaile. Da igual que luego el funcionario sea un entusiasta constitucionalista, feliz por el cambio de Lehendakari, si en su día a día, hay una feliz rendición a la barbarie ultranacionalista. Y, como esta, cualquier otra servidumbre de cobardía.

No exagero cuando digo que ocurre en toda España. Y yo desde luego, no me salvo. Esta semana, como muchos sabéis, se celebró en Ronda la Simulación del Parlamento Andaluz. La cuestión en sí no es para tanto. Ciento y pico chavales de diferentes universidades de España discutiendo historias que preocupan a los jóvenes y a la universidad y aprendiendo a discutir en democracia. Cuatro años organizando aquello unos chavales de Ronda, con el incansable apoyo de mucha gente de Ronda. Igualmente, desde el primer momento se ha sufrido, cada puñetero día, el desprecio de muchas de las instituciones que luego figuraban en los carteles. Cuatro años en los que aprendes a no hablar con libertad, a limitarte a reír las gracias a cualquier delegado, porque la subvención depende, no del proyecto, sino de lo bien que le caigas. No eliges el mejor hotel, ni el mejor restaurante, sino el que mejores clientelismos satisface.

Cada año hemos llamado a la puerta a Unicaja. La caja, ese ente que excede con mucho el papel de un banco al uso, que me ha marcado desde que nací. Para mí es como el Gran Hermano y yo me siento como el show de Truman: mi guardería, mi colegio, mi residencia universitaria, todo les pertenece. Yo les pertenezco. Este año, la Fundación Unicaja-Ronda se negó a dar ni un duro de ayuda a la asociación excusándose en que “no encaja con la línea de la fundación”. Cobarde, no me atrevo a decirles respetuosamente que mienten; que su misión, según dice literalmente su memoria de la obra social de 2007 (https://www.unicaja.es/resources/1228466888759.pdf), la Fundación Unicaja-Ronda persigue la promoción, el desarrollo, la protección y el fomento de toda clase de actividades culturales, sociales y docentes, en su amplia expresión, centrando principalmente las actividades de su objeto fundacional en la comarca de Ronda. Pero no les pido que me expliquen por qué mienten, qué les preocupa de esa asociación, qué esconden. Me callo, cobarde y mudo.

No conocí a Juan de la Rosa, aunque su figura ha sido una constante en mi educación. Bajo mi escritorio, lo tengo en una foto con mi abuelo Andrés, el abuelo de Javi Anaya y otros pocos, en la primera plantilla de la caja. Todo lo que sé de él lo he leído o preguntado a mis mayores. Y, ciertamente, lo admiro. Hoy, 25 años después de su muerte, en honor a su memoria, he perdido la fe en su obra.


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