Opinión

Sin objeción, ni conciencia

Manuel Giménez.

No me interesa qué haya pasado en el Tribunal Supremo con la dichosa asignatura de educación para la ciudadanía, francamente. Antes de esto ya he tenido discusiones – amargas – sobre qué papel debe jugar el estado en la educación. Los niños son una tabla rasa susceptible de recibir un sin fin de información que van a tomar sin protesta alguna durante sus primeros años de vida y jamás van a volver a cuestionarse. Las enseñanzas que reciban en este breve pero significativo tiempo constituirán un código genético social que rara vez cambiará.

Nos ha pasado a todos. Olvidamos completamente cómo aprendimos, casi dudamos de que aprendiéramos, si no fuera por el rastro que nos deja. Sabemos hablar, vestirnos, asearnos -me sé yo más de uno a quien tendrían que volver a enseñarle esta parte-, atarnos los cordones y no nos hurgamos en la nariz en público, si no es necesario. Somos del Barça, del Betis, aprendemos el gusto por la caza, los caballos o sentimos devoción por el Cristo de la Sangre.

Son hábitos aprendidos absolutamente humanos, que hacen falta para poder existir en sociedad. Claro, partimos de la consideración de que vivir en sociedad es un mal (o un bien) necesario. Lo que ocurre es que, esto de vivir con los demás, se ha vuelto una actividad demasiado cínica (entendido en el sentido de Voltaire, como el peor de los mundos posibles; nada más lejos de la vida asceta de Diógenes y su barril). En este entorno, las personas de buena voluntad deben afrontar, a cada instante, la agresión de un maleducado.

Contra eso, elegimos al Estado y le entregamos nuestra autonomía, precisamente para que nos proteja de los hombres malvados (perdón por la reducción al absurdo). Será el Estado quien tenga la obligación de garantizar, como pueda, un mínimo de civismo para no regresar a la naturaleza hobbesiana.

Sin embargo, nos equivocamos si pensamos que el Estado (o nuestros padres, o quién sea) debe enseñarnos valores absolutos. La pugna que mantienen los libros de texto de izquierda, de derecha, laicistas, católicos o mediopensionistas es falsa, estéril y, con perdón, estúpida. No podemos decir a ningún niño que el matrimonio homosexual es bueno o malo porque un libro diga que es natural o contra natura. Igual que tampoco podemos convencerle de que la democracia es un bien en sí mismo, porque sí, como si le estuviéramos regalando la camiseta del Betis, los grandes valores de las sociedades son mucho más que eso.

Existen razones fundadas por las que este país en el que vivimos es una democracia, se respeta a la mujer y se puede decir con total libertad que la monarquía es una chufla y sería preferible una república. O un triunvirato, me da igual.

Ni uno de los Derechos Humano lo es porque sí, sino porque durante los últimos 4.500 años hemos comprobado, a base de errores, que son lo que más se parece a la Justicia, esa esquiva concepción del bien común. Esto nunca habría sido posible si a los abuelos de nuestros abuelos les hubieran obligado a aprenderse su realidad de memorieta sin reparar en que el espíritu crítico y el respeto a todas las ideas son la luz de la racionalidad humana, pues de la crítica nace la evolución.

¿Y todo este rollo? Para decir que no admito que nadie me diga que el amor ideal sea anarquista o matrimonial, ni acepto que nadie me dé la definición de familia, aunque sea la definición con la que yo estoy de acuerdo.

Hasta que llegué a la universidad, nadie me explicó la Constitución vigente, no la leí, ni conocí su enorme alcance. Eso sí, estudié de arriba abajo a Fernando VII, Espartero y su caballo. No nos da la gana dar a nuestros niños los mimbres para que sean capaces de pensar, de derechas o izquierdas, religioso o no, pero librepensador. Que el Tribunal Supremo sostenga que no se puede objetar conciencia es normal. El que es un inconsciente, poco puede objetar.


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