Opinión

Queda mucho por hacer

Antonio Sánchez Martín.

Hoy cumple nuestra Carta Magna treinta años de vigencia. Fue la primera ocasión en que pude votar y lo hice con la esperanza de contribuir al engrandecimiento de mi país. Sin duda, las décadas transcurridas han sido las de mayor progreso de nuestra historia. En muy poco se parece esta España a la que en 1978 abría una vía de entendimiento entre todos los ciudadanos de la nación. El principal artífice de este avance ha sido la ciudadanía, -que apostó decididamente por la convivencia-, pero también nuestro sistema político, ejercido, salvo contadas excepciones, con acierto por la clase política. Un mérito tanto de los que gobernaron, como de los que controlaron al gobierno desde la oposición.

Es cierto que a lo largo de estos años se han dado casos de corrupción que empañan el mérito del camino democrático recorrido, y que por desgracia se siguen dando a menudo en la administración local; pero por el contrario, en estas tres décadas de democracia, por culpa de la irracional e inútil barbarie terrorista, casi un centenar de concejales y cargos públicos pagaron con su vida su dedicación a la política. Ante esta situación, mucha gente de la calle opina que nuestra democracia, al igual que la economía, se encuentra en crisis, y que se ha perdido buena parte del espíritu de concordia que presidió nuestra transición política.

En los albores de nuestra democracia los partidos políticos se lanzaron a buscar apoyos entre las clases sociales como si de echar raíces se tratase. Establecieron para ello férreas disciplinas entre las militancias. Alfonso Guerra, con su elocuente “Quien se mueva no sale en la foto”, inauguró el -dogma de la obediencia debida- a los dirigentes políticos, lo que condujo a una falta de democracia interna dentro de los partidos, en los que florecieron “trepas” dispuestos a medrar y acatar sin discusión cualquier consigna con tal de alcanzar su propia prosperidad económica.

Los casos de corrupción que salpican a diario el desarrollo de la vida política ponen en boca de la gente frases tan generalizadas como: “la política es un asco” y “los políticos son todos unos sinvergüenzas”. Frases que fluyen con indignación, pero también con el tinte de irresponsabilidad de quien critica vicios ajenos sin haber hecho nada por evitarlo. Ello motiva, a su vez, la abstención y el –pasotismo- político de los votantes. Un amplio sector de la ciudadanía vive ajeno a la política y sin la menor intención de preocuparse por ella a corto plazo, y mucho menos a dedicar parte su tiempo para mantener lo que entonces se construyó con el esfuerzo de todos: Ese gran país que hoy es España.

Nos guste o no quien lo haga, nuestras instituciones han de ser gobernadas, porque de ello depende que se sigan garantizando nuestros derechos más elementales: La defensa de nuestra vida, la salud, el trabajo, la vivienda, la educación, etc. Mucha gente, útil por su capacidad, rehuye sin embargo contribuir con su esfuerzo a la administración de los intereses generales. El resultado y sus consecuencias las venimos padeciendo: A menudo el gobierno de nuestras instituciones quedan en manos de políticos oportunistas y con escasa preparación.

Por tal de mantenerse en el poder a cualquier precio y durante el mayor tiempo posible, surgen los pactos -contra natura- que se justifican bajo la consigna del “todo vale cuando hay una mayoría que lo vota”. Al amparo de esa codicia por el poder, fuerzas políticas como el PNV o Izquierda Unida prestan apoyo a grupos radicales en los ayuntamientos vascos con la excusa de defender la libertad de expresión de los “abertzales”, contribuyendo con ello a la apología y al sostenimiento del  terrorismo. El precio del error es muy alto: Otros ciudadanos pierden algo más que su libertad de expresión: Pierden su vida, y con ella todos sus derechos.

Nuestra democracia, aunque joven, está enferma por la ambición desmedida de los políticos que la administran y por la crispación social que contagian a la gente cuando –satanizan- al adversario político. Estos modales contribuyen muy poco al progreso social y han acabado por enterrar el “Espíritu de la Transición” que presidió los primeros pasos de nuestra democracia. Por eso, el reto para las próximas legislaturas sería reformar la Ley de Partidos, para imponer un sistema de primarias donde los candidatos no sean impuestos por la dirección del partido, sino elegidos por sus militantes. Y aún más urgente sería acometer una reforma de la Ley electoral que permitiera –listas abiertas- donde los votantes puedan elegir directamente a sus representantes, y no como hasta ahora, donde los partidos blindan a los candidatos en listas cerradas, que las tomas o las dejas.

Aunque los avances conseguidos nos han conducido a un bienestar y un progreso inimaginable hace treinta años, aún queda mucho por hacer para mejorar aspectos importantes de nuestra vida diaria, sobre todo en materia de seguridad ciudadana, sanidad, prestaciones sociales y justicia. En especial, en ésta última se debería de garantizar su independencia de la influencia que ejerce sobre ella el gobierno a través de la Fiscalía General del Estado y del Consejo del Poder Judicial, a cuyos miembros los nombra el Parlamento, controlado a su vez por el mismo partido que gobierna la nación.

De igual modo, es urgente garantizar también la independencia de los medios de comunicación. El denominado cuarto poder se ha convertido en un auténtico –brazo armado- al servicio de los partidos políticos mayoritarios, que lo mismo ensalzan ante la opinión pública los triunfos de su patronos políticos, que se convierten en azote para sus opositores. La radicalidad y el agrio enfrentamiento entre los políticos constituye un grave obstáculo para que nuestra sociedad siga avanzando y pueda convivir en paz como lo hizo hasta ahora. No conseguiremos progresar sin antes alcanzar acuerdos de estado en materia de terrorismo, energía, medio ambiente, inmigración y economía.

Actualmente, los partidos gobiernan con las encuestas en la mano y no dudan en promover un enfrentamiento social si con ello consiguen distanciarse de su adversario político en intención de voto. Por este motivo, se están reabriendo heridas que se creían ya cerradas tras décadas de fructífera convivencia. Me refiero a la mal llamada “Ley de la Memoria Histórica”. Yo creo mucho más en el perdón y en la inteligencia para superar las cosas, que en el enfrentamiento y el rencor. No creo que nadie deba oponerse a que se abran fosas de nadie, porque si yo tuviera a un abuelo enterrado en una fosa querría sacarlo y enterrarlo. Un gran acuerdo sería que la gente rescatase a sus fallecidos y permitir que la historia se conozca, pero no que se utilice en plan de revancha, porque en una guerra se cometen atrocidades por todas partes y es difícil conocer quién tiró la primera piedra.

Treinta años son una buena oportunidad para hacer balance y sacar consecuencias de los errores cometidos en el pasado. Algunas lecciones las hemos aprendido; otras son todavía asignaturas pendientes de superar. ¡Cuidado con los pasos atrás! Lo importante es avanzar. Nos jugamos en ello nuestro futuro y el de nuestros hijos. Nunca faltaron escollos: El 23-F, terrorismo, los GAL, la corrupción, salimos de varias crisis económicas, etc. Superarlos hizo más fuerte a nuestra joven democracia y nos indicó el camino a seguir para alcanzar el progreso y el bienestar social que hoy disfrutamos en España. Esperemos que una vez más los españoles sepamos estar a la altura de las circunstancias y, con la sensatez y la concordia que nos caracterizó en aquellos primeros años de libertad, enmendemos los traspiés que a veces dan nuestros políticos por tal de mantenerse en el poder.


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