Opinión

Paris sin tí

Carmen Rodríguez.

Viajar a París me llenaba de ilusión. Después de tantos años, el sueño de adolescente y mi primer deseo de mujer se verían realizados. Una música suave recorría la estancia de mis más íntimos despertares y armonizaba con mi tranquila decisión  frente al armario. ¿Qué ropa ocuparía la pequeña maleta de viaje?, ¿qué zapatos? Eran fijos mi collar de perlas, mi reloj de plata, y ante mis dudas entrecomilladas sobre el color de mi ropa interior, llevaría sujetador blanco y bragas negras. Eran tantos detalles….Mis hijos no llegaban a comprender el verdadero significado de tan esperado acontecimiento, pero sí compartían mi entusiasmo por la proximidad de la salida. Abril es el mes de primavera preferido por los artistas para aflorar sus expresiones creativas y la naturaleza adopta sus más bellas formas engalanando los ambientes de olores y coloridos que iluminan hasta los más lúgubres espacios de nuestras mentes. París estaría radiante.

En su cafetería de costumbre, Marcelo me esperará sentado junto a  su mesa preferida. Impecablemente vestido con su Armani gris y una diminuta, pero hermosísima rosa blanca en su solapa. El cigarrillo americano entre los dedos y esa seductora sonrisa acompañando unos marcados rasgos, los suyos, de hombre mediterráneo.

Acudiré a esa cita vestida de blanco y negro, casi seguro, con el perfil de la señora que realiza sus más firmes propósitos y miraré a los ojos del alma de quien viajó a l,a muerte tras haber recorrido una azarosa vida de placeres terrenales, sobre huellas que sólo las dejan pasos firmes y acompasados.

Ha llegado el día tan temido como esperado. El aeropuerto me parece horrible, queriendo dar esa sensación de seguridad y modernidad, con tantos servicios, como intentando cumplir los últimos deseos antes de emprender la partida y mi pánico a volar va creciendo por momentos. Estoy angustiada, pero muy guapa. He pasado dos horas arreglándome frente al espejo del baño y casi no me reconozco, la restauración es casi tan perfecta como laboriosa. Ciertamente, los productos de belleza hacen maravillas cuando se acierta a combinarlos.

La salida es inmediata, las medias parecen bajar hasta los tobillos y la falda que ceñía mis generosas caderas, ahora me baila como un tiovivo de feria. Los diecisiete peldaños de la escalerillas para acceder al interior del avión, las compuertas que se cierran con perfecto hermetismo y hasta la gélida sonrisa de los auxiliares de vuelo deseándonos un feliz viaje, hielan el aire del interior cuando finalmente me siento y me abrocho el cinturón de seguridad. He elegido la ventana, así al menos, en caso de fatalidad, veré donde tragamos tierra. Mientras despegamos, al fondo, una azafata se esmera en explicar al pasaje el funcionamiento del chaleco salvavidas. Siempre he pensado que aunque me asistiera la tranquilidad, cosa que dudo, en la circunstancia de llegar a necesitarlo, ¿cómo lo sacaría de debajo del asiento?

Mis dientes aún permanecen encajados al más puro estilo “doberman” y mis manos entrelazadas cuando el comandante nos comunica que volamos a tres mil metros de altura y a una velocidad de crucero, que por cierto, tampoco me gusta, de unos novecientos kilómetros a la hora. Sin problemas, claro. ¡Cuánto echo de menos ahora esas paradas en las áreas de descanso y a la patrulla de la Guardia Civil controlando los excesos!

Después de dos eternas horas, o de ciento veinte agónicos minutos que contados en segundos son siete mil doscientos, mis momentos de pánico  tocan a su fin con un aterrizaje casi tan perfecto como esperado. Mi escaso equipaje me permite atravesar el aeropuerto de ORLY sin necesidad de detenerme hasta llegar a la parada de taxis. Voy notando como mi tranquilidad, al pisar tierra firme, me estrecha la falda nuevamente a mi cuerpo y modela con firmeza la seda de las medias a mis piernas, comprobando, con admiración, que aún se mantienen firmes.

Ya desde la habitación del Hotel, que sin serlo me parece el RITZ, situada en la planta número 8, París se fotografía  en la mirada. Se diría que está situada a las faldas de sus casi perpetuas nubes donde culminan las escalinatas de mis ilusiones.

Antes de salir, me reflejo nuevamente en un espejo convenientemente dispuesto junto a la puerta. El bolso, los zapatos, el collar de perlas, mi reloj de plata y la ropa interior armonizan con los colores elegidos finalmente del traje, el blanco y el negro. Sí, me siento elegante y la ocasión lo merece. Prefiero ir caminando hacia el café de Flore. Ya lo diviso, al fondo de la Plaza, y responde a la idea que tenía en cuanto a su enclave y especial encanto. Miré el reloj, se habían detenido sus manecillas, aunque podía escuchar sus avances en los latidos de mi corazón, que justos eran, sesenta por minuto. Marcelo tenía reservado su sitio frente a mí, llegábamos a la par, aunque la sensación de nuestro encuentro sólo pudiera vivirla en mi interior y la ternura de su mirada penetrarla a través del recuerdo, siempre vivo, de su persona. Nos saludamos en silencio. Pedí al camarero que sirviera dos cafés con leche. De entre las nubes, surgió un diminuto sendero de luz que ocupó el lugar des tinado a Marcelo. Mi café era pura ambrosia y mientras lo saboreaba, ese haz de luz fue tomando forma y cuerpo. Reconozco al hombre con el que esperaba tener esa cita. Me miraba satisfecho de volver allí y hacer realidad uno de mis tres deseos, el primero de ellos. Estar en el lugar donde él pasó su espera a esa otra vida que nadie de los aquí presentes conocemos pero a la que, sin excepción,  tenemos billete de ida. Mirar desde allí sentada, tomando ese café, lo que sus ojos también vieron y saber porqué escogió de tantos lugares aquél precisamente.  Marcelo fue siempre mi prototipo de hombre guapo, distinguido, mujeriego pero con estilo, vividor, buen amante….

París es la ciudad del amor, pero no necesariamente nace allí. Romeo y Julieta, Calixto y Melibea, Antonio y Juncal, y…….tantos más que se deben a  la imaginación de personas que viven o han sentido alguna vez llamar a las puertas de sus sentimientos el más noble y desprotegido de todos, el que para desarrollarse plenamente necesita ser compartido. Sí, he estado en París, he recorrido sus calles, olido su primavera y saboreado su exquisita cocina. Lo demás, lo he sentido con mi pareja en cualquier lugar sólo al roce de sus ojos posados en una clara mirada, o como diría el tenor, en una furtiva lágrima.

Llegué a descubrir lo que tantas veces me pregunté, ¿ qué miraban los ojos de Marcelo a través de los cristales del café de Flore, siempre sentado en la misma silla de la misma mesa, día tras día, esperando su muerte?. Sí, lo descubrí, pero siempre  guardaré su secreto, aunque es muy simple, tan simple como en el fondo, son las cosas y las personas que te llegan al alma. Y así era quizás, Marcelo Mastroianni.


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