Opinión

Adorar al becerro de oro

Antonio Sánchez Martín.

Por méritos propios la televisión se convirtió en el invento por excelencia del pasado siglo y pocos dudan de su utilidad como medio de comunicación para crear una sociedad más culta e informada y, por tanto, crítica.

En una sociedad tan tecnificada como la nuestra, la desinformación absoluta es casi imposible. Tal vez por ello, de aquella inocente “caja tonta” que buscaba entretener a toda costa, la televisión se ha convertido en una peligrosa arma mediática en manos de poderosos grupos de poder que pretenden influir sobre la opinión de los ciudadanos a través del “enfoque” de sus informativos y programas.

De sobra es conocida la complicidad que existe entre partidos políticos y los principales medios de comunicación como el Grupo Prisa, Vocento, la COPE, Planeta o la Cadena SER, que se han convertido en auténticos “lobys” de influencia mediática destinados a informar sesgadamente y a condicionar la opinión del ciudadano sobre los problemas de la vida diaria. Unos los usan para el “autobombo” y la propaganda de los logros alcanzados desde el gobierno. Los otros, para criticar al adversario político. Todos entablan entre sí una feroz competencia por fidelizar a la audiencia a cualquier precio, algo que les permite inculcar en el espectador el pensamiento político que conviene en cada momento a los intereses de sus patronos.

Tan inusitado esfuerzo por monopolizar a la audiencia sólo persigue convertir a los individuos en seres “distraídos” y alejados de cualquier preocupación sobre los problemas que afectan a nuestra sociedad. De este modo logran el conformismo de un gran número de espectadores que, de paso, les dejan las manos libres a los gobernantes y evitan que contra ellos se alcen voces críticas. !Cuidado, que a este paso llegarán días tristes para la libertad de expresión y oiremos doblar las campanas tocando a -réquiem- por la independencia y la información imparcial!.

Consecuencia de ese inusitado afán por “cautivar” a la audiencia es la aparición, cada vez más frecuente, de programas “basura” en los cuales esperpénticos personajes se erigen de la noche al día en nuevos ídolos que cautivan a los entontecidos espectadores. Los hay para todos los gustos, desde ídolos del cotilleo y el adulterio, pasando por “comentaristas” especializados en insultos y difamaciones, hasta presentadoras (antaño de gran prestigio profesional) que se prestan a retransmitir en directo los revolcones que se dan ante las cámaras los protagonistas de Gran Hermano. Sexo, violencia, sensacionalismo o mostrar sin ningún tipo de pudor el sufrimiento ajeno. Cualquier cosa vale con tal de ser líderes de audiencia.

Pero no nos engañemos, todo ídolo necesita un pueblo dispuesto a adorarle; y desgraciadamente lo hay. Unos, por olvidar la desesperación de estar en el paro o sin vivienda, y otros por el aburrimiento de tenerlo todo, a la tele-basura se le presta más atención de la que sería deseable. El caso es que siempre hay un pueblo infeliz, hecho de gente normal que necesita que alguien les entretenga la vida y que en su desesperación acude diariamente al culto de la tele-basura por tal de olvidarse de sus desgracias durante un rato.

Además, como dioses terrenales, los ídolos necesita un templo donde recibir adoración. Ayer se predicaba la moral desde el púlpito de las iglesias, -y al comienzo de la democracia se la criticó por “entrometerse” en política-; pero hoy se predica impunemente desde ostentosos televisores de plasma con sonido estereofónico que imparten el “pensamiento único”, las actitudes “políticamente correctas” y los modales “progresistas” que dicta el gobierno de turno según le convenga en cada momento. Tocamos a más de un televisor por hogar, lo que hace mucho más fácil asistir a la “tele-adoración” confortablemente acomodados en el sofá de casa. Palomitas, cerveza o güisqui, opcional.

Hoy, la zafiedad y lo banal triunfa sobre la calidad informativa, y lo que dice la tele -va a misa-. Nuestros gobernantes lo saben, y por eso la usan sin disimulo para dar a la audiencia el “circo” que les entretiene y aborrega. Poco importa la profesionalidad de los presentadores, porque no se trata de dar la talla profesional, sino la física. Por eso prima la estética y el -look más fashion-, y por encima de la talla 38 es difícil encontrar presentadoras si no están dotadas de un cuerpo escultural y dispuestas a mostrarlo sin pudor. La gente acaba rindiéndose ante la seducción de la lujuria y cae con complacencia en la adoración de la tele-basura, como si de un nuevo –becerro de oro- se tratase.

Vivimos una época donde triunfa el esoterismo y la superstición sobre el pragmatismo de la vida real. Señal inequívoca del miedo al sufrimiento que todos llevamos dentro, porque nos inquieta desconocer si el futuro será peor e intentamos descubrirlo antes de tiempo. Por eso también nuestros políticos disfrazan el lenguaje, incapaces de reconocer sus errores o el más mínimo fallo de gestión ante sus votantes, e intentan ofrecer una imagen de permanente triunfalismo. Así, a la crisis la llaman desaceleración, a la recesión -crecimiento negativo- y al déficit -desajuste presupuestario-. Toda una jerga que el poder necesita para evitar que cunda el pánico y disfrazar la realidad de las cosas cuando éstas no van bien. Mientras tanto, las principales preocupaciones de la gente: -el trabajo y la vivienda-, siguen pendientes de solución. El tiempo corre que se las vuela y mucha gente logra, a duras penas, llegar a fin de mes. Cosas de la desaceleración esa, a los que algunos insisten en llamarla “crisis”: la innombrable


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