Opinión

La Legitimación de la Autoridad

María José Godino.

Una vez recogido el voto, con el apoyo de una mayoría, el político se cree legitimado a hacer su santa voluntad. El Despotismo Ilustrado tenía como bandera el lema de todo para el pueblo pero sin el pueblo. La opinión del pueblo no contaba para nada; el gobernante, ilustrado, decidía por él.

Hoy en día, en una España democrática, lejos ya del siglo XVIII, seguimos teniendo algo así como un despotismo ¿ilustrado? Pues a pesar de que el político repite sin cesar que cuenta con el pueblo, podemos ver que, exceptuando el periodo de campaña electoral y el día de las elecciones, lo ignora casi por completo. El pueblo vota una vez cada cuatro años, legitima al político en su cargo, y deja de contar en la vida política hasta nuevas elecciones. Es el que ostenta el cargo público el encargado de decidir lo que conviene o no a la ciudadanía. No hay ni una sola consulta más, ni un solo atisbo de acercamiento al pueblo. El gobierno ya no es del pueblo, sino del político, y así nos lo hacen saber cuando encarta. Recordemos, por ejemplo, las palabras de nuestro primer edil en el último pleno reconociendo que, como el PA había ganado las elecciones, “el alcalde está legitimado para tomar decisiones respecto al futuro de la ciudad”. Si el pueblo me vota –parece ser que piensa el político-, yo estoy legitimado para hacer mi santa voluntad. Pero la santa voluntad del gobernante tiene dos límites importantes: la legalidad y la moralidad. El gobernante no puede sobrepasar lo legal y debe respetar lo moral. Un político inmoral que sobrepasa la cordura de lo sensato, por mucho que sus actos se acojan a la legalidad, no será un político digno del pueblo.

Todo no vale. Los actos y las decisiones de nuestros representantes tienen que respetar la dignidad de las personas y las de ellos mismos. Deben ser coherentes con sus compromisos públicos, y sus acciones deben ser razonables, en tanto que fundadas en razones pertinentes para cumplir con esos compromisos. Es su obligación el dar cuentas al pueblo de todas las decisiones que afectan a éste, y que han de venir legitimadas, no por el simple hecho de que él sea el que tiene el poder de decidir, ni siquiera por el hecho de que esa decisión haya sido alcanzada por consenso o mayoría, sino porque son las más convenientes para el bienestar de ese pueblo. Se hace algo porque ese algo es lo que se debe hacer, y no por el mero hecho de que se pueda hacer. El político tiene que demostrar su eficacia, a la que está obligado, y tiene que ser responsable de sus errores y reconocerlos públicamente. Ha de contar en todo momento con el sentir del pueblo que lo legitima, trabajar para él y responder ante él.

El Todo para el pueblo pero sin el pueblo pasó a la historia en el siglo XVIII, o así debió ser. Hoy día, un lema más apropiado sería todo para el pueblo, con el pueblo y por el pueblo.


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